En uno de esos parques perdidos en la orilla de la ciudad, me siento en una banca que parece monstruo fosilizado.
No sé qué hago aquí pero eso ya no es una pregunta porque es imposible formularla.
Una risa, un vacío, el dibujo garabateado de un niño. 
En este parque no juegan ya los niños, sólo danzan bolsas de basura y crujen los juegos oxidados.
Me siento en un planeta abandonado.
Llega un extraño y se sienta. 
No volteo, pero está allí.
Es un hombre sin rostro, sin rostro porque no lo veo.
Pero allí está, con su rostro encajado encima del cuello.
Un rostro que yo no he volteado a ver, sé que está pero no lo veo.
Dice algunas cosas en un idioma que no comprendo.
Me ofrece una bolsa con comida.
Sabe que tengo hambre, cómo lo sabe.
Y luego, en perfecto español, dice algo que no se puede repetir en perfecto español, sino en un idioma que ya no existe.
Un idioma del futuro que prevalecerá, cuando los idiomas se hayan mudado  a otro lado.

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