Aquí hay cobras y víboras, cocodrilos hambrientos e hipopótamos agresivos. Sin embargo, miles de sudaneses del sur se esconden en esos pantanos pues tienen más miedo a su propio gobierno que, por cierto, Estados Unidos ayudó a establecer.
“Cuando llegan los soldados nos metemos en el agua hasta el cuello y nos escondemos, a veces sacando solo la nariz”, me dijo una de las aldeanas desplazadas, Nyakier Gatluak, después de haber vadeado a través de ríos y pantanos para llegar a la isla donde encontró refugio. Ellos y otros familiares llevan a los niños, ordenándoles que guarden silencio, con la esperanza de no ser detectados en el agua y los juncos.
Cuando le pregunté de los cocodrilos, Nyakier se mostró fatalista: “Aunque nos muramos en el agua, es mejor que nos maten las serpientes o los cocodrilos a que nos maten los soldados”, aseveró.
La brutal guerra civil estallada en el país más joven del mundo ha hecho que las fuerzas del gobierno quemen aldeas, maten campesinos desarmados, castren a los niños, violen mujeres y niñas y saqueen los hospitales. Los rebeldes, hay que aclarar, se dedican a las mismas acciones. Los trabajadores asistenciales y los periodistas están en la mira. Y no hacen distingos: hace tiempo, un grupo de hombres armados irrumpió en un recinto católico y uno de ellos violó a una monja estadounidense de 67 años de edad.
Más de dos millones de sudaneses del sur se han visto obligados a abandonar su hogar y muchos se han dirigido a los peligrosos pantanos. Según cálculos de funcionarios de Naciones Unidas, en los últimos dos años han muerto unas 50,000 personas.
Todas las cifras son dudosas, es verdad, pero es posible que en la guerra civil de Sudán del Sur estén muriendo tantos civiles como en la de Siria. Y la situación empeora con al agravamiento del hambre. Empero, Sudán del Sur no ha recibido la atención diplomática o de los medios que merece esta crisis. En 2015, en los noticieros vespertinos de la televisión de Estados Unidos no se hizo una sola mención de la guerra civil de Sudán del Sur, según el Reporte Tyndall, que monitorea los noticieros.
Nyakier fue la primera persona que conocí cuando llegué a la isla. Ella me dijo que había huido de su aldea en mayo del año pasado, después de que fuera atacada por soldados uniformados del gobierno, que mataron a varias mujeres y niños y que violaron a su hermana. Finalmente, Nyakier encontró un lugar dónde esconderse en esa isla, cuyo nombre y ubicación no voy a dar a conocer por razones obvias.
Su hijo de tres años de edad, Banyieny, se enfermó por estar escondido en el agua y, con el tiempo, murió. Ahora, su hijo de ocho meses de edad padece de desnutrición aguda y también está en peligro. Ella lo está amamantando pero de todos modos no tiene mucha leche, pues ella misma está famélica. Cuando nos conocimos ya era entrada la tarde y ese día ella no había comido nada hasta esa hora.
Si tomamos la tragedia de esta familia y la multiplicamos por varios millones tendremos una imagen de catástrofe a la que se enfrenta Sudán del Sur, de por sí uno de los países más pobres del mundo. Aun antes de que estallara la guerra civil, hace dos años, era mucho más probable que una muchacha muriera dando a luz a que terminara sus estudios secundarios.
Estados Unidos ayudó a Sudán del Sur a independizarse de Sudán en 2011 y ha sido su respaldo más importante. Yo tengo la esperanza de que el presidente Barack Obama, que antes mostró gran interés por Sudán y Sudán del sur, ahora aplique toda la influencia diplomática y financiera posible para lograr que se implemente el acuerdo de paz que ya se firmó.
Todos los bandos de esta guerra civil han cometido atrocidades y, desgraciadamente, el conflicto ha adquirido un carácter étnico.
En un pequeño pueblo comercial me encontré a un chico de seis años llamado Gaiy, miembro de la tribu nuer. Él estaba jugando con armas de juguete hechas de arcilla asombrosamente realistas; una de ellas era una ametralladora con tripié, con todo y banda de cartuchos para alimentarla.
Su creatividad y su talento me hicieron pensar que él sería un excelente ingeniero. Pero él tenía ambiciones que iban por un camino muy diferente. “Yo quiero ser soldado”, explicó. “Quiero ser soldado para matar dinkas”, agregó, refiriéndose a los miembros de una tribu rival, que es la que domina el gobierno.
Cuando le pregunté por qué, no se anduvo con rodeos: “Porque ellos van a venir a matarnos a nosotros.”
El conflicto ha degenerado en una limpieza étnica que, en ocasiones, parece acercarse al genocidio. Y los que corren mayores peligros no son precisamente los combatientes sino las mujeres y los niños que sufren de hambre y enfermedades.
En una región remota me topé con una mujer llamada Yapuot Ninrew que antes de la guerra civil tenía 60 cabezas de ganado y disfrutaba de una vida decente. Después, hace unos meses, los soldados del gobierno lanzaron un ataque. Atraparon a Yapuot y, aunque tenía cinco meses de embarazo, le ataron las manos a la espalda y la colgaron del cuello de una viga en una choza. Después de un minuto, la soldadesca cortó la cuerda en medio de risotadas, como si todo fuera un juego. Pero quemaron su casa, le robaron la ropa, el ganado y todas sus demás pertenencias. También secuestraron a dos de sus hermanas para llevárselas como esclavas sexuales. Afortunadamente, ellas pudieron escapar posteriormente.
Yapuot huyó a los pantanos con sus cinco hijos, metida en el agua hasta el cuello todo el día y arrastrándose hacia las islas por la noche para dormir. Dos de sus hijos, de cuatro y ocho años de edad, se ahogaron en los pantanos al tratar de huir de los soldados.
Todo esto está sucediendo en áreas remotas, sin testigos externos, sin protestas por parte de la comunidad internacional. Las víctimas son de las personas menos escuchadas en este planeta, que es una de las razones de que continúe la matanza.
Un reporte reciente de la Organización de Naciones Unidas asegura que a los soldados del gobierno se les permite violar mujeres a cambio del salario, y advierte que los excesos podrían constituir crímenes contra la humanidad. “Esta es una de las situaciones de derechos humanos más horribles del mundo, con el recurso generalizado de la violación como instrumento del terror y arma de guerra; sin embargo, básicamente ha pasado desapercibida para la comunidad internacional”, señaló Zeid Ra’ad Al Hussein, alto comisionado de las Naciones Unidas para los derechos humanos.
Los grupos asistenciales despliegan esfuerzos heroicos tratando de ayudar, pero se encuentran en un ambiente imposiblemente difícil y están pagando un alto costo: aquí asesinan a un trabajador asistencial a razón de uno cada dos semanas. La ONU ha precisado que su llamado humanitario para Sudán del Sur está financiado en apenas 3 por ciento. Y, para agravar las cosas, es de esperarse que algunos grupos asistenciales abandonen el país este año, precisamente cuando las necesidades se están haciendo sentir con mayor intensidad.
No hay políticas ideales, pero sí ayudaría imponer un embargo de armas y sanciones dirigidas a los bienes de determinados individuos a ambos lados de la guerra civil de Sudán del Sur. Hacer que los líderes paguen el precio de su intransigencia, en lugar de que se estén beneficiando de ella. “Ir por sus bienes”, recomendó John Prendergast, del Proyecto Basta, un grupo que lucha en contra del genocidio. “Las presiones financieras aplicados a los principales dirigentes de ambas partes tendrían un impacto en los cálculos mucho mayor que cualquier otra cosa.”
También serían útiles las presiones internacionales de alto nivel sobre el gobierno y los rebeldes, para que pongan en práctica el acuerdo de paz. Y ayudaría mucho que el pueblo estadounidense les pidiera a los funcionarios electos que hicieran más. El difunto senador Paul Simon alguna vez dijo que si cada miembro del Congreso hubiera recibido cien cartas de gente que protestara por el genocidio de Ruanda, eso habría sido suficiente para que Washington entrara en acción.
Como senador, Obama fue muy sincero sobre el genocidio de Darfur y le pidió al presidente George W. Bush que hiciera mucho más. Es evidente que siente mucha inquietud por las atrocidades masivas (ha actuado muy bien tratando de reducir el riesgo de una matanza en Burundi e hizo lo mismo en el periodo que llevó a la independencia de Sudán del Sur). Pero hoy en día, su gobierno puede y debe de hacer más.
No podemos impedir todas las atrocidades. No sé siquiera si pudiéramos detener esta. Pero cuando se señala a la gente debido a su origen étnico y por esa misma razón es asesinada, violada, mutilada y abandonada a que muera de hambre, cuando un gobierno que nosotros ayudamos a establecer es considerado por sus ciudadanos más peligroso que los cocodrilos hambrientos, entonces ciertamente deberíamos de esforzarnos un poco más.
