El tiempo otorgó a Pedro Ramírez Vázquez un ciclo que comenzó el 16 de abril de 1919 y concluyó el mismo día, pero 94 años después.
En ese lapso, el arquitecto desarrolló una obra que cuenta la historia moderna de México y algo más.
Su fallecimiento, informado en Twitter por el presidente de Conaculta, Rafael Tovar, marca la despedida de un artífice que en sus últimos años mantuvo un perfil bajo, lo cual contrastó con la inmensidad de las estructuras que se encuentran bajo su sello.
El Estadio Azteca en la Ciudad de México (1966), la Nueva Basílica de Guadalupe (1976), el Museo Nacional de Antropología (1964), la Torre de Tlatelolco (1965) y el Museo del Templo Mayor (1987) son ejemplos de lo anterior.
Y si en sus edificios igual se escucha el silencio del rezo ferviente que se grita un gol a cien mil gargantas de decibeles, esto refleja la versatilidad con la que desarrolló sus proyectos y su carrera en general, la cual partió en 1942 en el ejercicio de la disciplina como maestro en la Escuela Nacional de Arquitectura.
El arquitecto, prolífico y generoso, fue reconocido en 1973 con el Premio Nacional de Bellas Artes, además de otros reconocimientos que galardonan una carrera extensa que 2011 todavía tuvo, en el Teatro de la Ciudad de Piedras Negras, una de sus últimas creaciones.
Egresado de la Universidad Nacional Autónoma de México, fue miembro del Consejo Consultivo de Ciencias de la Presidencia de la República, presidente del Comité Organizador de los Juegos Olímpicos de 1968 y Secretario de Asentamientos Humanos y Obras Públicas, durante el sexenio de López Portillo.

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