“Mi mundo adorado” es un libro de memorias de Sonia Sotomayor en los que esta mujer revela los estragos de la pobreza entre las minorías étnicas en Estados Unidos y la discriminación de la que son víctimas. Ella misma, convertida ya en una connotada juez, padeció estos flagelos.
“Cuando era pequeña, escuchar y esperar las señales era la clave para sobrevivir en un mundo frágil”, escribe Sotomayor, la primera latina y la tercera mujer en la historia de Estados Unidos en ser nombrada juez de la Corte Suprema de Justicia.
Nacida el 24 de junio de 1954, Sonia creció en el sur del Bronx, en Nueva York, una de las zonas más violentas, pobres y devastadas por el consumo de drogas y el desempleo en los años 60’s, 70’s y 80’s. Hija de migrantes puertorriqueños que no hablaban inglés cuando llegaron a Nueva York, a los siete años le diagnosticaron diabetes tipo I (infantil). En esa época descubrió que su padre, Juan Luis Sotomayor, era alcohólico.
En los 29 capítulos del volumen -publicado por Random House y que comenzó a circular en español y en inglés a comienzos de febrero- se describe la formación profesional de una mujer que pese a las adversidades de su entorno familiar y económico logró cristalizar su sueño: convertirse en juez.
Creció en lo que ella denomina el “diminuto microcosmos latino de la ciudad de Nueva York”. Cuenta que pasó su niñez en un edificio de departamentos subsidiado por el Gobierno, en cuyas escaleras niños, adolescentes y adultos consumían drogas.
Como la mayoría de los puertorriqueños en esos años, Celina, su madre, se enroló en el Ejército. Ahí aprendió enfermería, lo cual le sirvió para trabajar en el hospital Prospect, de la zona del Bronx.
Con buena prosa, Sotomayor plasma retablos de su niñez. Menciona a Mercedes, su abuela paterna, quien no sólo era la matriarca de la familia, sino el eje que la ayudó a forjarse como mujer de bien. Recuerda que era una bohemia: recitaba poesía al terminar las veladas de cada fin de semana, en las que había mucha comida, baile (salsa y merengue), las infaltables partidas de dominó y sesiones de espiritismo. “Mi abuela era espiritista”, afirma.
Relata que desde que se enteró que padecía diabetes aprendió a cuidarse sola. Su madre trabajaba durante la noche en el hospital mientras que su padre se dedicaba a beber. Ella siempre procuró que sus hijos tuvieran buena educación. Los mandó a una escuela católica, cuyas colegiaturas consumían gran parte de los ingresos familiares, pero eso no impedía que tuvieran algunas diversiones. “Nos llevaban al cine; íbamos al Southern Boulevard, generalmente a ver películas de Cantinflas, el brillante comediante mexicano tan hábil con las palabras como Charlie Chaplin con los gestos”, recuerda.
Cuando tenía nueve años falleció su padre, víctima del alcoholismo. “Todos -dice- coincidían en que era una buena persona, un hombre de familia, y que era una tragedia morir tan joven, a los 42 años. ¡Y Celina tan joven también, con 36 años, viuda y con dos hijos pequeños!”
En todo el libro Sotomayor insiste en que se confrontaba permanentemente con su madre. También reconoce que es la persona que más admira porque siempre se preocupó por la educación de sus hijos. Recuerda que uno de los regalos de Navidad que más le gustaron fue la colección completa de la Enciclopedia Británica.
Entre la élite
Sonia refiere que su niñez siempre fue alegre y sana a pesar de la pobreza. Asegura que nunca usó drogas, aunque sí se hizo adicta al tabaco.
Cuando era adolescente se enamoró por primera vez. Y fue en esa etapa de su vida cuando vivió el primer incidente de discriminación racial. Kevin, su novio, pertenecía a una familia de ascendencia irlandesa.
“No íbamos mucho a su casa, ya que a su madre le costó mucho trabajo aceptarme. No me lo dijo directamente, pero el mensaje llegaba claramente cuando apretaba los labios, levantaba la ceja o azotaba la puerta. Habría sido más feliz si yo hubiera sido irlandesa o por lo menos no puertorriqueña”, apunta.
Su vida dio un giro cuando estaba a punto de terminar la preparatoria. En ese momento comenzó a solicitar su ingreso a la universidad. Al principio pensó como opción en la universidad comunitaria de su barrio, pero sus amigos y algunos tutores le aconsejaron que intentara matricularse en las universidades de la Ivy League, de gran prestigio y exclusividad.
Con base en sus buenas calificaciones y gracias a un programa federal de equilibrio étnico en la educación profesional (Acción Afirmativa), fue aceptada nada menos que en la Universidad de Princeton, algo muy difícil de lograr en esos años.
Cuando ya estaba a punto de irse a vivir al campus de Princeton su madre la llevó a comprar una gabardina, como parte de su limitado guardarropa. Le advirtió que conseguirían una prenda de buena calidad, aunque fuera costosa. Llegaron a una tienda de ropa de marca ubicada fuera del Bronx, donde al entrar Sonia quedó prendada de una gabardina blanca, aunque no había de su talla.
Iban a salir del establecimiento y a Celina se le ocurrió preguntarle a una empleada si podía investigar la existencia de esa gabardina en otra sucursal de la tienda. Al percatarse de que era latina la empleada las ignoró. Celina esperó un rato hasta que se cansó, y con energía exigió que se le atendiera. Le dijo que la prenda era para su hija, que iría a la universidad.
–¿Y a cuál universidad va? -preguntó la empleada.
–A Princeton -respondió Celina.
“Vi la cabeza de la vendedora girar como en la acción retardada de las caricaturas. La transformación fue impresionante. De repente era toda cortesía y respeto, llena de halagos para Princeton. Con mucho gusto haría la llamada para buscar mi gabardina, que resultó que llegaría en una semana”, relata Sonia.
En 1972 ingresó a Princeton y fue en esa prestigiosa casa de estudios donde se enfrentó a otra limitante con la que se topan quienes, como ella, crecieron en una familia pobre de origen latino.
“Mi inglés era flojo: mis oraciones muchas veces eran fragmentos, mis tiempos verbales erráticos y mi gramática con frecuencia no era correcta… Cuando tomé el curso de Peter Winn en historia latinoamericana contemporánea quedaron al descubierto las raíces de mi problema: mi inglés estaba minado por construcciones y usos del español”, indica.
Durante sus cuatro años en Princeton, Sotomayor se dio cuenta de que la mayoría de sus compañeros tenían algo en común: todos eran ricos y de gran linaje, y estudiaban ahí para continuar con la tradición.
“El ingreso de mi madre nunca superó los 5 mil dólares anuales. Nada podía haber aclarado de forma más cruda dónde estaba yo parada en relación con algunas de las personas entre las cuales estaba ahora viviendo y aprendiendo”, comenta.
Los sueños se logran
Al concluir sus estudios en Princeton Sonia ingresó a Yale para obtener el título de abogada. Esta universidad también pertenece a la Ivy League.
En su libro, convertido ya en un best seller, dice que fue en la Facultad de Leyes de Yale donde conoció a las personas que más influyeron en su vida como profesional y en las metas que se fijó.
“Dudar de la validez del logro de los estudiantes de minorías cuando triunfan es sencillamente otra cara del prejuicio que les negaría la oportunidad de tan siquiera intentarlo”, refiere la juez Sotomayor.
Al recibirse de abogada en Yale, y no obstante que recibió ofertas para trabajar en despachos privados, optó por laborar como asistente de la Fiscalía del Estado de Nueva York. Fue en esta actividad donde se fortaleció su convicción de que algún día se convertiría en juez.
Con el paso de los años llegó a ser fiscal estatal, pero en 1984 dejó el servicio público para trabajar en la firma de abogados Pavia & Harcourt. Los integrantes de este bufete “tenían que ver con disputas sobre garantías a clientes y problemas con alquileres de bienes raíces”, refiere.
En la iniciativa privada tuvo un rápido ascenso. Se consolidó su reputación como abogada incorruptible y eficaz, lo cual le sirvió para que en 1991 el presidente George Bush la nominara como juez federal para la Corte del Distrito Sur del estado de Nueva York, puesto en el que fue ratificada por el Congreso federal en 1992.
Cinco años después, el presidente Bill Clinton la designó juez para la Corte Federal de Apelaciones del Segundo Circuito, en Nueva York. En 1998 quedó ratificada en el cargo.
En mayo de 2009 Barack Obama la propuso para convertirse en juez de la Corte Suprema de Justicia, en reemplazo de David Souter, quien había anunciado su jubilación.
Dos meses después, con 68 votos a favor y 31 en contra, la Cámara de Senadores aprobó la nominación de la primera juez de origen latino que se uniría a los otros ocho magistrados de la Corte Suprema.
“Mi máxima aspiración en cuanto a mi trabajo en la Corte Suprema es crecer en conocimiento, más allá de lo que puedo prever, más allá de cualquier límite visible desde mi presente perspectiva”, explica la magistrada.

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