Con apenas 13 por ciento de participación, la inédita elección judicial deja más dudas que certezas, tanto legales como económicas.

El 1 de junio de 2025 será recordado por la elección más peculiar —y cuestionada— del México reciente: más de 2 mil 600 cargos del Poder Judicial fueron sometidos al voto popular en una jornada inédita, calificada como un “avance democrático” por la presidenta Claudia Sheinbaum. Sin embargo, la narrativa oficial poco coincide con la realidad de las urnas, donde el abstencionismo, el desinterés ciudadano y la falta de información marcaron el tono del proceso.

De acuerdo con los datos preliminares del Instituto Nacional Electoral (INE), la participación nacional se mantuvo en un rango entre 12.57 y 13.32 por ciento, lo que significa que poco más de 13 millones de personas acudieron a votar, de un padrón que supera los 98 millones. En otras palabras, casi nueve de cada diez mexicanos decidieron no participar en una elección que, paradójicamente, fue presentada como el principio de un sistema judicial más cercano al pueblo.

La primera crítica, inevitable, recae en la legitimidad. ¿Qué tan democrática es una elección judicial en la que votó menos gente que en una elección intermedia? A esto se suma una boleta plagada de nombres desconocidos, sin trayectoria pública verificable y, en varios casos, con antecedentes penales o sospechas de vínculos con grupos delictivos. En estados como Veracruz, donde se empataron elecciones locales, la participación fue significativamente mayor, lo que evidencia que el atractivo real no fue la justicia, sino el poder político de siempre.

Más allá del simbolismo, la elección judicial plantea una alerta económica. Analistas internacionales como los de Goldman Sachs han advertido que la politización del Poder Judicial puede erosionar la confianza de los inversionistas. ¿Quién garantiza certeza jurídica en un país donde los jueces podrían estar más pendientes de campañas y simpatías partidistas que de la ley? El riesgo no es menor: decisiones judiciales impredecibles, sujetas a presiones electorales, pueden alterar la estabilidad financiera y la inversión extranjera.

Y si a la escasa legitimidad y la inestabilidad jurídica le sumamos el costo operativo del proceso —aún sin cifra oficial revelada pero claramente millonario por la logística nacional del INE—, el saldo empieza a parecer más simbólico que funcional. Una democracia no se mide por el número de elecciones que organiza, sino por la calidad de sus instituciones. La justicia, por definición, debe estar alejada de las urnas, no por elitismo, sino por el riesgo de que se vuelva rehén del populismo.

El resultado preliminar no se mide en votos, sino en la fractura de la independencia judicial, en el desinterés ciudadano y en el costo institucional de haber cedido la impartición de justicia a la lógica electoral. Lo que debía ser un ejercicio de empoderamiento democrático, terminó convirtiéndose en un experimento fallido que exige una profunda reflexión nacional.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *