La etapa adulta no es excusa, sino la oportunidad para responsabilizarnos, entender y transformar nuestros patrones.

El amor también tiene gramática, aunque no siempre se articula con palabras. Cada persona aprende a expresar y a reconocer el afecto de formas distintas: a veces en gestos, otras en presencias, y también ausencias que dejan huella. Esas acciones suelen grabarse desde la infancia y, sin notarlo, los repetimos constantemente. El doctor Gary Chapman, famoso pastor cuyo enfoque ayudó a muchos matrimonios a empatar, reconocer y practicar los modos de dar y recibir amor que afectan en lo individual, y con ello explicó por qué muchas veces nos sentimos vacíos aun rodeados de personas. Esta perceptiva, más que un manual para parejas, puede ser aplicada a las personas en general, este principio básico de la existencia se observa como un espejo de nuestra sensibilidad y una herencia emocional: una clave que revela lo que pedimos sin decirlo y lo que dejamos de dar sin darnos cuenta.

“Que alguien no te ame como tú quieres, no significa que no te ame con todo su ser.”, una frase muy famosa que nos recuerda que el cariño no siempre llega en el idioma que esperamos. Desde niños aprendemos los códigos del afecto: los abrazos, las palabras, los gestos, o incluso las ausencias. Todo deja huella. Lo que recibimos suma a la forma en cómo nos relacionamos hoy: con amigos, familia, pareja, colegas e incluso con nosotros mismos.

Chapman llamó a estas formas: El lenguaje del amor, del cual, hacia uso como consejero matrimonial, en auxilio personas incomprendidas o poco amadas a pesar de tener una relación estable, cuyo objetivo era dirigirse como individuos e identificar la manera en que cada uno se siente valorado y querido, lo cual parte del modo en como recibieron afecto en su infancia.  No son reglas, lo veo más como caminos desiguales para decir lo mismo: “me importas”. Cada persona tiene uno o dos predominantes: palabras de afirmación, tiempo de calidad, actos de servicio, regalos, y contacto físico. Reconocerlos nos ayuda a entendernos mejor, pero también a ser más empáticos con quienes piensan y sienten distinto.

No es un asunto de perdonar o juzgar a nuestros padres (de donde parte nuestro lado afectivo) sino de comprender su manera de amar, sus propias carencias y limitaciones, nos permite mirar nuestra historia con compasión, no se trata de justificarlos, sino de reconocer que ellos actuaron con lo que sabían dar. Desde este punto podemos liberar y abrir espacio para que nosotros, como adultos para que podamos modificar nuestra manera de ofrecer y recibir afecto.

Honestamente, hoy, mantener relaciones armónicas, estables, plenas y positivas, se ha vuelto más complicado. La tecnología nos mantiene conectados, sí, pero muchas veces a distancia. Mensajes de texto, notificaciones, redes sociales, todo está presente, pero la cercanía emocional real se pierde si no asimilamos y aprendemos a traducir los gestos del otro.

En esta etapa, tenemos el poder de transformar nuestro idioma emocional, pero preferimos justificarnos con un “así soy”, quizá por falta de valentía que se requiere, y porque resulta más sencillo seguir excusando nuestra poca o nula empatía y evitar emociones ya que enfrentarlas es un ejercicio consciente de crecimiento que duele e incomoda.

En ese sentido, comprender nuestros patrones afectivos y las huellas de la infancia no justifica actitudes negativas. Ser consciente de que alguien actúa desde su abandono o carencia no significa que podamos tolerar deslealtad o malos tratos bajo ningún argumento, por el contrario, con los años, debemos trabajar nuestra responsabilidad emocional: reconocer nuestras heridas es el primer paso, pero también lo es aprender a no programarnos para repetirlas, a no dejar que controlen nuestra conducta y a construir vínculos sanos y honestos, pero sobre todo no afectar a nuestros allegados.

A veces nuestras historias familiares nos muestran moldes que parecen inevitables, a mi consideración, si nuestra vida viene acompañada de ciertos comportamientos que por generaciones se han repetido y que no aportan nada positivo hay que romperlos. Elegir continuar dañando a otros porque “así se aprendió” es un camino que podemos superar para actuar de manera responsable, incluso frente a heridas profundas.

El conflicto en cualquier relación surge de la expectativa de que el otro nos ame como nosotros lo haríamos. Amar no es un retrato exacto: es un puente entre diferencias. Es traducir, comprender, conectar. Y ahí está la clave: en la diversidad de maneras de dar y recibir, en la capacidad de superar heridas, de abrirse y abrazar lo que antes nos costaba.

Amar es escuchar lo que no se dice, leer gestos invisibles y celebrar la variedad de maneras de cuidar y ser cuidado. Cuando lo hacemos, nuestros vínculos dejan de ser diccionarios parciales y se convierten en conversaciones infinitas de respeto y consideración.

Descubrir tu forma de otorgar y acoger amor, además de entender la manera de quienes te rodean, puede transformar la conexión contigo y los demás, en la práctica es más complicado, pero si se logra, nuestros lazos amistosos, familiares, amorosos girarán en torno de una mejor convivencia y mayor entendimiento.

Dale like si te sentiste identificado.

Comenta

Comparte con alguien que necesite leer esto hoy.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *