Los sucesos macabros, terrorificos, siniestros que ocurrieron en Iztapalapa son por demás lamentables comprobando que en un “cerrar y abrir de ojos” suceden acontecimientos que lamentablemente dejan un estigma indeleble a posteridad. 

Pero no solo el acontecimiento lamentable, acontecido en las inmediaciones de Iztapalapa ha ocurrido en nuestro país; es necesario recordar y aprender del pasado que nos estremece con sus relatos y al mismo tiempo alecciona. 

Leamos el relato de un protagonista de la historia que justo vivió un hecho similar hace 41 años allá en el pueblo de San Juan Ixhuatepec, conocido como San Juanico, donde ocurrió; al igual que en Iztapalapa de la semana pasada, una de las tragedias más dolorosas en la historia de México.  

Todo comenzó el amanecer del lunes 19 de noviembre de 1984, con una fuga en un ducto de gas, un problema aparentemente menor que rápidamente se convirtió en una catástrofe. Desde la ventana de nuestro departamento, en el cuarto piso de la Unidad Maravillas, la madrugada avanzaba con esa calma espesa que precede al amanecer. 

Era el 19 de noviembre de 1984, y nada parecía fuera de lo común. Sin embargo, alrededor de las seis menos diez, un estruendo rompió el aire. Al principio pensamos que era la explosión de algún transformador eléctrico o un trueno, pero no llovía. 

Entonces llegó un segundo estallido, tan potente como el primero, que hizo vibrar las ventanas con tal fuerza que temí que el cristal se rompiera, y después un tercero. Todo el edificio pareció vibrar como si algo invisible lo sacudiera. Corrí hacia la ventana, y lo que vi me dejó sin aliento. 

A la distancia, desde las proximidades del Cerro del Chiquihuite surgía un resplandor naranja y rojo, furioso, que ascendía desde el horizonte como el preludio de una erupción volcánica. Eso fue lo primero que se me vino a la mente. Pero no era así. 

La larga estela de humo surgía de San Juan Ixhuatepec, un poblado que yo conocía de nombre, pero no de cercanía, y que desde ese mismo instante se había convertido en el epicentro de un descomunal desastre. 

A unos diez kilómetros de distancia, desde Poniente 152 y avenida Ceylán, en Vallejo entonces una moderna unidad del Fovissste que podía haber rivalizado con los grandes complejos habitacionales del primer mundo, el humo emergía hacia el cielo y el resplandor abrasador de las llamas se alzaba desafiando el amanecer, cuyos primeros tonos apenas comenzaban a asomarse tímidamente en el horizonte. 

Las llamas alcanzaban alturas increíbles, que hubieran superado dos o tres veces la Torre Latinoamericana. La madrugada, que minutos antes parecía tranquila, ahora era un espectáculo de humo y fuego. 

El humo negro, espeso, se elevaba con una fuerza que parecía no tener límites ni clemencia. Más tarde nos enteraríamos de que había alcanzado más de kilómetro y medio de altura. Desde donde estábamos, podíamos verlo expandirse como una sombra que lentamente avanzaba por el cielo, impulsada por el viento. 

San Juanico, como lo llamaban, era ahora un infierno en la Tierra. 

San Juan Ixhuatepec, lo supe más tarde, había sido un lugar dedicado a la ganadería y la agricultura, pero en 1961 su destino cambió cuando Petróleos Mexicanos instaló allí un depósito de gas, inicialmente distante de cualquier asentamiento, pero al paso del tiempo, estos espacios fueron ocupados por invasores, que erigieron asentamientos irregulares, tolerados por autoridades y funcionarios.  

Veintitrés años después, esa decisión cobró un precio inimaginable. Todo comenzó con una fuga en un ducto de gas de pocos centímetros de diámetro, un problema aparentemente menor que, no obstante, por la presión, rápidamente se convirtió en una catástrofe. Las esferas de almacenamiento, conocidas como “salchichas,” explotaron una tras otra, desatando una serie de explosiones que cimbraron no sólo la localidad, sino la memoria colectiva del país. 

Las primeras víctimas, según supimos después, fueron mujeres que habían madrugado para hacer fila en las lecherías y tortillerías. No tuvieron oportunidad de huir. Sus cuerpos quedaron calcinados en el acto, víctimas de un accidente que no sólo era trágico, sino profundamente evitable. En las viviendas cercanas al área de almacenamiento, la devastación había sido absoluta, de espanto; en las calles animales de carga y transporte, entre ellos caballos y asnos, permanecían petrificados por el fuego, como esculturas trágicas que daban testimonio del horror. 

Los vehículos estaban reducidos a chatarra retorcida, y las casas, muchas de ellas construidas de manera irregular, de madera y láminas, eran ahora escombros dispersos. La magnitud de las explosiones fue tal que incluso los sismógrafos registraron su impacto. 

Desde varios puntos de la Ciudad de México, muchos pudieron ver el humo y los más próximos, las llamas. Era un recordatorio de lo pequeño que somos frente a fuerzas que no siempre entendemos o podemos confrontar. 

El incendio, que comenzó poco antes de las seis de la mañana, no fue controlado hasta bien entrada la tarde.

Un acontecimiento desgarrador ¿cierto? ¿Tú lo crees?

Si, yo tambien. 

 

 

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