Vivimos rodeados de cosas que, a menudo, no les prestamos demasiada atención. Atesoramos objetos que parecen tener poco más que una función práctica o decorativa, pero al detenernos a observarlos, descubrimos que cada uno de ellos lleva consigo algo más profundo: momentos vividos, gestos de cariño, o incluso pedazos de nosotros mismos que han quedado grabados en ellos. Y es ahí donde radica el verdadero significado de lo que guardamos: no en su apariencia o en su utilidad, sino en las emociones que guardan, las historias que nos murmuran cada vez que las miramos.
A veces me sorprende todo lo que guardo, no me refiero al tema materialista por poseer algo, sino de lo que representan para mí: fragmentos de emociones y vínculos. No sé si encajo completamente en el término “acumuladora”, pero hay algo en el acto de conservar lo que otros me han dado que me hace sentir conectada a ellos, como si esos pequeños objetos llevaran consigo un pedazo de su energía. Por ejemplo, suelo llevar varias pulseras de protección, llenas de ojos turcos, en colores rojos, azules y algunas multicolores. No son solo adornos; realmente siento que me protegen. Mi confianza en su poder se traducía en una paz inexplicable. Pero más allá de eso, cada pulsera representa a la persona que me la dio, sus buenos deseos, sus pensamientos positivos, me acompañan no solo como un amuleto, sino como una forma de llevar un poco de esas personas conmigo. Puede sonar extraño, lo sé, pero para mí tiene todo el sentido del mundo.
De alguna forma, esa misma conexión que siento con lo que conservo también se refleja en mi amor por las fotografías, sobre todo las físicas. Esas que no tenían oportunidad de ser perfectas, pero que, sin embargo, se volvían atemporales. Cada una llevaba consigo una historia, un momento único que había sido capturado sin posibilidad de revisarlo, como en una suerte de arriesgado acto de fe. No podías ver cómo había quedado hasta que llegaba el día en que las revelaban, y entonces, como un pequeño milagro, esas imágenes cobraban vida. Sin ser profesionales, se sabía que todo era importante, desde la luz, hasta el fondo y plasmarlo representaba una gran satisfacción. Y así, el simple acto de capturar un instante se convertía en una forma de tocar el pasado, de revivirlo, de sentirlo. Cada foto, en su imperfección, es como un refugio al que podemos regresar una y otra vez, manteniendo viva la emoción del momento. No importa cuántos años pasen, esas imágenes siguen teniendo la capacidad de hacerme sentir como si estuviese ahí, objetos muy simbólicos y llenas de verdad.
En ese mismo sentido, las pocas cartas escritas a mano que aun conservo son de mis cosas favoritas en el mundo, cada vez que leo alguna imagino a la persona que la redactó para mí, y justo es ese momento en el que la emoción que me genera va directo al estómago y aparecen las mismas mariposas como cuando puberta, sin duda me conectan a las personas que han tenido importancia en mi vida y a los recuerdos que vienen a mi mente sin que esto signifique que viva en el pasado, más bien es disfrutar nuevamente, a veces con un poco de nostalgia y me habla de lo indispensable de generar lazos fuertes con la gente para que no solo mantengamos su imagen en papel sino junto a nosotros a pesar del paso del tiempo.
Al final, no es acumular objetos, sino acumular afectos, que se esconden en rincones, libros, imágenes, detalles que cada uno de nosotros sabe identificar, como si fuéramos los únicos con la llave para entender su verdadero precio. Lo que guardamos no siempre es lo más obvio, ni lo más grande, sino esos pequeños tesoros que se cuelan en nuestras vidas de manera sutil, y que solo nosotros sabemos el significado profundo que tienen. Son estos los que nos sostienen, esos pedazos de historia personal que nadie más podría comprender, porque los amamos tanto, que es perceptible la intensidad de los sentimientos que se quedaron grabados en ellos.
Y es que esas huellas son los testigos silenciosos, pequeñas cápsulas de tiempo que, por más que pasen los años, nunca dejan de resonar con nosotros. Nos enseñan que la verdadera valía de las cosas no está en lo que pagamos por ellas, sino en la forma en que nos hacen sentir conectados con quienes fueron parte de nuestro camino. Porque, al final, lo que realmente guardamos no es solo lo que vemos, sino lo que nos llena el corazón, lo que nos hace recordar que somos la suma de todo lo que hemos querido conservar. A través de ellos, podemos redescubrir quiénes somos y lo que representamos, porque esos pequeños tesoros no son solo cosas, sino una parte fundamental de nosotros mismos.
