Nunca olvidaré aquella tarde en casa de mis vecinas, cuando acepté continuar la preparatoria. Me moría de nervios, pero decidí intentarlo. Creí que solo estaba retomando mis estudios; lo que no sabía era que, con ese paso, estaba abriendo la puerta a una de las etapas más felices de mi vida.
A los pocos días de ingresar, apareció Mónica, la prima de mi amiga Claudia. La recordaba de la secundaria: escandalosa, inquieta, siempre corriendo de un lado a otro; de entrada, no reconocí lo maravillosa que ya era. No fue simpatía a primera vista, pero el tiempo, las charlas, las risas y esa complicidad que no se forzó jamás hicieron lo suyo. Hoy no imagino vivir sin ella.
Esa escuela, a la que llegué casi por accidente, me transformó. Me regaló amistades que, décadas después, siguen firmes. Mi objetivo era simple: estudiar. Y, sin darme cuenta, estaba encontrando lo mejor. Una elección que parecía menor terminó llenándome de luz.
A veces nos obsesionamos tanto con tener todo bajo control, que no dejamos espacio a lo inesperado. Llenamos el camino de expectativas y, sin querer, nos volvemos ciegos a lo que sucede fuera de ellas. Pero precisamente en lo no planeado es donde aparecen las verdaderas oportunidades. No sé si fue el universo, la mano de Dios o alguna fuerza invisible, pero algo se alineó para darme de golpe, muchísima felicidad. Llegó sin que yo la esperara y sin anunciarse, no fue casualidad, aunque, sin saberlo, era el momento en que más lo necesitaba. A partir de ahí, fui otra persona: una más alegre, con muchos más sueños y con ganas de retomar todo lo que había dejado de lado.
Estoy segura de que muchos, al leer esto, también recordarán ese giro inesperado que marcó un antes y un después en su historia. Esos momentos que no tienen forma precisa, pero que, al repasar el camino, revelan todo su significado. Lo que parecía solo una coincidencia termina convirtiéndose en un regalo irremplazable. A eso, con un nombre casi poético, le dicen serendipia: un hallazgo inesperado y afortunado que ocurre mientras se busca algo completamente distinto. Lo que parecía un paso más se vuelve un parteaguas, una especie de milagro cotidiano que te marca, modifica tu camino e influye en tu futuro.
A eso quiero llegar: en más de una ocasión me he sentido afortunada por cómo se fueron sumando pequeñas circunstancias que, juntas, me ofrecieron una nueva forma de mirar. No fue una sola cosa, ni una persona, ni un momento aislado. Aquel “sí”, aparentemente simple, venía cargado de historias, de gente luminosa, de instantes que hoy abrazo con nostalgia y que, en su momento, viví con el alma entera. Me trajo a mi mejor amiga, mi alma gemela, me regaló días entrañables y me reconectó con esa versión mía que volvió a creer y a crear.
Esa ilusión de culminar la prepa, y que parecía una meta modesta, terminó rodeándome de todo lo que ni siquiera sabía que necesitaba. Di un paso definitivo a lo que ahora soy, lo vivido, disfrutado y aprendido, todo se conjugó por sí solo, fue una reacción en cadena, sin la menor idea del torrente de bendiciones que me envolvieron.
Tal vez la esencia de la serendipia sea esa: permitir que lo inesperado nos encuentre y tener el corazón abierto para recibirlo. Esa palabra extraña encierra algo enorme: una confabulación silenciosa a favor de quien se atreve a decir que sí, aunque sea con miedo, a partir de lo cotidiano, tan inexplicable, y que otorga la duda de cómo algo común puede orientarnos en el sentido correcto, el que tenemos destinado a recorrer. Y es que, a veces, son esos momentos fortuitos los que nos recuerdan que la vida tiene formas insospechadas de guiarnos. Ojalá nos topemos más seguido con eventos que nos marquen, que nos sean regalados instantes que, sin buscarlos, se vuelvan señales claras para enriquecernos en todos los aspectos, que nos lleven al crecimiento y transformación, para dar paso a una nueva historia que podamos contar con gratitud y asombro.
