Cuando decidí escribir esta columna, me encantó la idea, me pareció fabulosa, aunque algo simple; pero pronto entendí que lo cotidiano no es sinónimo de superficial. Hay algo profundamente mágico en escuchar cómo nos llaman. Es tan común que no notamos su peso ni la importancia que tiene, creo que es nuestra palabra individual más antigua de la historia de cada uno de nosotros, la primera a la que reaccionamos. La forma en cómo se refieren a nosotros, de forma directa, amable o pronunciado con intención, suena a una melodía que nos activa, como si el mundo entero, por un instante nos reconociera. Casi estoy segura que muchos de nosotros guardamos la historia del porque nos llamaron como nos llamamos. Pudo haber sido una promesa, una intuición, una inspiración, una casualidad, sin darle sin meditarlo mucho.
En mi caso, me llamo Azucena porque cuando era pequeña, según me platicó alguna vez mi mamá, estuve gravemente enferma, y ella en esa desesperación me encomendó al Niño de las Azucenas. Aunque no soy especialmente afecta a los santos, reconozco que mi nombre tiene una carga simbólica fuerte, casi mística. Me ha dado carácter, fuerza y una cierta rareza que disfruto. No muchas personas se llaman así, y eso me hace sentir que llevo un sello poco común que me acompaña a todas partes,
Curiosamente, cuando llegó el momento de elegir como se llamarían mis hijos, me incliné por algo más común, pero no menos especial. Mariana y José Antonio. Dos nombres preciosos, clásicos, familiares. Ya sé, hay muchísimas Marianas y también muchos Josés Antonios, pero ellos dos hacen que sus nombres cobren otro sentido, son quienes le dan vida y acompañan sus voces, sus miradas, sus risas, sus personalidades, tienen mucho que ver con ellos porque cuando amas a alguien, su nombre deja de ser una palabra y se convierte en un sentimiento, porque estos se transforman, maduran, se cargan de la energía de cada persona. No son una simple etiqueta: son la primera identidad que nos hace sentir que pertenecemos.
Mientras preparaba este texto, me encontré con historias de muchas partes del mundo que me encantaron sobre el tema, y que representa mucho más que una simple elección. En algunas culturas, por ejemplo, puede estar ligado a momentos especiales, a la naturaleza, a sueños o a deseos profundos de los padres. Me pareció hermoso pensar que, en muchos lugares, un nombre no solo suena bien, sino que lleva consigo una intención o un mensaje muy especial.
Solo como observación, en nuestra cultura las cosas suelen ser un poco diferentes; puede influir la moda, una telenovela, una figura pública o la tradición familiar y, en mi opinión, este último aspecto pesa mucho, especialmente si la persona es una figura de autoridad. Es decir, no siempre hay un simbolismo profundo, y eso da paso a combinaciones creativas, otras difíciles de pronunciar, algunas que causan admiración e incluso risa. Pero hasta en esos casos, la denominación que nos dieron revela algo de quiénes nos soñaron antes de que llegáramos.
Considero que es importante amar nuestro nombre, porque nos conecta, nos relaciona, nos identifica, nos acompaña más que cualquier otra palabra en la vida y que tiene la característica de poder ser mencionada de mil formas, gritada, susurrada, escrita y hasta modificada cuando nos dicen de cariño el diminutivo para nombrarnos. Es magia pura, una brújula emocional que nos orienta y aunque no lo elegimos nosotros podemos entender y querer su origen, de hecho, si lo pensamos mejor, siempre será el indicio que el mundo tuvo de nuestra existencia.
Supongo que no a todos les gusta cómo se llaman y también es válido, porque no hay nombre que contenga todo lo que somos. Pero tal vez por eso mismo, el gesto de aceptarlo o de resignificarlo, puede ser uno de los actos más profundos de respeto hacia nuestro propio existir. Después de todo, es la palabra que nos sigue incluso, cuando no estamos.
