No sabía si me dolía más lo que dijo o la forma en que lo hizo. Por un momento pensé que había escuchado mal, porque ya habíamos hablado de eso antes, no era un tema nuevo, en alguna conversación larga lo habíamos dejado, creí yo, resuelto. Pero esta vez fue distinto, con una seguridad que disfrazaba más huida que valentía. Olvidando, quizás, el impacto de sus palabras. Fue directo, frío, como si la honestidad bastara para justificar el golpe de una verdad a medias.
Y eso fue lo que más me sacudió. Como si todo lo que habíamos construido con afecto, complicidad y confianza perdiera de pronto su valor. La ruptura fue repentina, seca, como si alguien apagara la luz de golpe. Me quedé en pausa, como si mi cuerpo hubiera entendido antes que mi mente lo que acababa de ocurrir. No hubo una escena dramática, ni gritos, ni reproches. Solo un silencio incómodo, sobre todo dentro de mí, porque algo se rompió y, sin aviso, mi forma de ver mi realidad, cambió.
¿Les ha pasado? Ese instante en que el cuerpo se vuelve vulnerable y no hay reacción posible porque todo es confuso. Cuando no solo se fractura la confianza en el otro, sino también la que uno tenía en sí mismo. Se mezclan preguntas, recuerdos, las red flags que quizás estuvieron ahí, y decidimos ignorar. Y entonces llega la duda: ¿Por qué no lo vi venir?
Es como si lo que antes era suelo firme se volviera terreno inestable. Y no puedes dejar de pensar en aquello que parecía incondicional. Sin embargo, ahí estás, intentando aceptar que incluso las certezas pueden quebrarse. Que hasta lo más sólido puede desaparecer sin hacer ruido.
No escribo esto como quien da consejos. No me alcanza la experiencia para eso. Pero si estas palabras pueden acompañar a alguien en medio de un proceso difícil, que así sea. Sin presionar a sanar rápido, sin forzar un perdón que no nace, y que en caso de que llegue no tiene que ser inmediato ni total, puede ser parcial, personal, silencioso. A veces, no perdonamos para liberar al otro, sino para poder respirar sin que duela tanto.
Sí, se siente como si todo se desacomodara. Como una caída. Pero quizá ese sea el instante en que algo tenía que derramarse para poder mirarnos de otro modo. No desde la culpa, sino desde la dignidad. Para recordar que, incluso con la confianza rota, sigue existiendo dentro el poderío que requiere cuidado y responsabilidad amorosa con uno mismo, para volver al centro en medio del caos.
Por otro lado, quien traiciona suele creer que admitir el error es suficiente para redimirse. Que decir “lo siento” lo vuelve íntegro. Se equivoca. Porque no basta con reconocer el daño, hay que sostenerlo. Y no todos están dispuestos a hacerlo. Muchos eligen el camino fácil: aceptar su traspié sin consideración al afectado o afectada, lo cual considero muy cruel.
Pero esta no es una historia para ellos. Es para quienes, aun con el alma rota, comprenden que quien les falló no tiene el poder de definirles, y que desde ya, tienen la capacidad de reconstruirse, de volver a sí mismos, de seguir de pie. Y que quedarse o irse también es una decisión valiente, porque otorgar una oportunidad habla de humanidad y del respeto propio para que empiece a ordenarse lo que parecía perdido.
Entonces, en medio de todo, llega ese momento en que el alma inhala profundo y distinto para dar paso a un nuevo principio.
