No se trata de qué te pones, sino de cómo te sientes al llevarlo. Porque en un mundo que exige resultados, vestir para el alma es un acto de resistencia. No hablo de moda, sino de identidad, de neuroquímica, de esa hormona llamada dopamina, la que, según la ciencia, genera placer, motivación y bienestar. Me refiero a esa energía invisible que te devuelve al centro, la que despierta cada conjunto que eliges y que, más que una tendencia, es una forma de terapia visual y emocional.

Dicen que cada quien tiene sus rituales, y el mío, desde siempre, ha sido arreglarme. No por obligación ni por apariencia, sino porque es una forma de alegría. Vestirme es mi manera de celebrar el día, sin importar a dónde vaya. Puede ser una reunión formal, una ida al súper, el trabajo o, incluso, cuando sé que el día no será sencillo. Ese momento es mío, como si asistiera a una fiesta. Y no porque sea superficial, sino porque, para mí, sea lunes, jueves o fin de semana, cada uno merece su propio brillo.

Soy fiel creyente de que un color anima, de que los detalles cuentan, y de que el espejo puede ser un espacio de reconciliación. Por eso no corro, no improviso. Me tomo mi tiempo. Coordino el peinado, los accesorios, las texturas. No para verme bien, sencillamente porque así me gusta, porque en mi cotidianidad la intención se vuelve poderosa y trato de conectar conmigo misma.

Esa conexión, que para muchos es un simple hábito (el de seleccionar que ponerse cada día), comenzó a tener un nombre: dopamine dressing y sólo por mencionar un ejemplo entre muchos otros casos donde se juzga la ropa ajena y se generan conflictos, quienes son madres o padres no me dejarán mentir: ya existía una batalla en este sentido, una lucha contra el estilo de los hijos. Esa elección de ropa que, a los ojos adultos, no era la mejor. Pero incluso entonces, ya se hablaba de identidad, aunque nadie lo dijera con esas palabras. Cada prenda era, y sigue siendo, un refugio, una declaración silenciosa o un gesto de libertad frente a los estándares impuestos. Y, sobre todas las cosas, algo que se debe respetar. Así de sencillo. Sin enjuiciar, sin corregir, sin criticar. Porque, sin saberlo, ahí comenzaba el acto más honesto de vestirse para sentirse feliz.

Con el tiempo hemos aprendido sobre empatía con enfoque en diversos temas, y este, sin duda, es uno de ellos. La ropa no solo cubre; también sostiene emociones. Por eso, elegir con dopamina no es seguir una fórmula sobre qué usar, sino una invitación a descubrir lo que nos hace bien, lo que nos arranca una sonrisa sin motivo, y ese color que puede rescatarnos de un mal día. No se trata de frivolidad ni de marketing.

No hablamos de seguir normas, sino de romperlas con alegría. De mirar el clóset no como una carga, sino como una oportunidad diaria de volver a uno mismo. Es un acto valiente. Porque dentro de ese espacio habitan historias, afectos, símbolos y libertad. Preferir cómo presentarnos también es un gesto de amor y no una búsqueda de aprobación.

Vestirse con dopamina es más que un estilo: es una forma de reencontrarse, de abrazar la autenticidad y sostener el ánimo de cada jornada. Entonces que vivan los colores, los contrastes, lo inesperado. Que vivan los jeans, las blusas, el vinipiel, la seda, los estampados y todo aquello que, a través de su forma y textura, nos permite experimentar alegría simplemente al llevarlo encima.

Porque dopamine dressing no es para verse bien, es para sentirse vivo. Es envolverse en uno mismo: en la historia, en las conquistas, en las ganas de no desvanecerse en lo neutro. Es mirarse al espejo y reconocerse con una sonrisa callada, sabiendo que no se trata de otra cosa que de un gesto íntimo de amor propio.

Así que, disfruta ese instante antes de salir al mundo. Elige con gozo, juega, atrévete. Tu outfit no es solo ropa: es tu impulso, tu expresión, tu pequeña victoria del día. Y si hoy te hace feliz… ya ganaste.

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