Hace un par de años, una amiga me designó en Facebook como la persona que administraría su cuenta si ella llegara “a faltar”. Lo supe porque un día, sin esperarlo, me apareció una notificación: “Has sido nombrada contacto de legado”. Me sorprendí. Nunca lo hemos hablado. No sé si lo hizo de manera consciente o simplemente la opción se activó al navegar por su perfil y, entre clics, me eligió. Lo cierto es que, además del asombro, sentí algo difícil de describir. No fue felicidad, por supuesto, pero sí una especie de dignidad profunda que me conmovió. Como si ese pequeño gesto me hiciera sentir “especial”. Su decisión pesa de forma positiva y aunque parezca trivial, el tema me quedó rondando desde entonces de forma persistente. Porque todos, poco a poco, vamos dejando una versión de nosotros en la red. Nuestros perfiles ya no son solo redes sociales; son diarios abiertos, galerías, cápsulas del tiempo que viajan sin pausa entre servidores y flujos invisibles de información muchas veces accesibles para cualquiera y, en ocasiones, conteniendo fragmentos íntimos que quizá nunca estuvieron destinados a ser compartidos.
Lo fascinante y a la vez inquietante es que nuestra vida digital no se detiene con nuestra ausencia física. Sigue ahí, orbitando. Las plataformas no entienden de muerte. Para ellas, una cuenta activa sigue viva hasta que alguien indica lo contrario. Y mientras tanto, los algoritmos siguen funcionando: recuerdan cumpleaños, muestran recuerdos, etiquetan rostros, sugieren amistades. La inteligencia artificial no se detiene, pero nos recuerda.
Cuando alguien fallece, su muro puede convertirse en un punto de encuentro. Familiares, amigos y conocidos llegan a escribir como si aún pudieran ser leídos. Suben fotos, dejan mensajes, encienden veladoras virtuales. Se genera un tipo de duelo en esa realidad, que se percibe íntimo y colectivo al mismo tiempo, que refleja cómo ha cambiado nuestra forma de recordar y despedirnos. Estos espacios también se han vuelto cementerios modernos, llenos de palabras que ya no recibirán respuesta.
Y, sin embargo, casi nadie habla de eso. Ni con la familia, ni con los amigos. Como que lo vamos dejando, pensando que aún falta mucho para tener que decidir algo así. A veces por miedo, otras por incomodidad, o porque simplemente no se nos ocurre tocar el tema. Pensar en nuestra ausencia no es algo que se nos dé con facilidad, y menos si se trata de lo que dejamos guardado en línea y que vamos construyendo sin darnos cuenta.
La figura del administrador designado ya existe en algunas plataformas, pero aún está lejos de ser una práctica común. Pocas personas piensan en nombrar a alguien que administre sus cuentas, elimine correos, guarde archivos importantes o cierre perfiles. Y, sin embargo, cada día generamos más contenido, más interacciones, más versiones de nosotros que se acumulan en la nube. De hecho, no sé en qué momento Facebook o cualquier otra plataforma te pregunta quién será la persona encargada de hacerse cargo de tu perfil cuando ya no estés. Desconozco cómo es el proceso, si llega un aviso, si se confirma por correo o si se activa automáticamente o por error. Todo eso permanece, en gran medida, como una especie de territorio incierto del que casi nadie habla, pero que ahí está.
Otro punto que no hemos contemplado es el valor que las grandes empresas tecnológicas le dan a nuestros datos después de que dejamos de usarlos. En muchos casos, la información permanece almacenada indefinidamente. Existen espacios digitales sin dueño, conversaciones archivadas, ubicaciones registradas, incluso audios de voz que se quedan en los servidores. Todo lo que fuimos, contado en fragmentos digitales, continúa ahí. En un mundo donde los datos valen más que el oro, nuestra historia virtual también se convierte en moneda de cambio.
Y ni hablar de la confusión que puede generarse entre los familiares. Si no hay instrucciones claras, se presentan dilemas sobre qué conservar, qué eliminar, qué compartir. A veces, incluso se pierde información valiosa: cartas escritas en mensajes privados, grabaciones, notas que alguien pudo haber querido guardar como testimonio de vida.
El tema es complejo, pero urgente. Porque nuestra existencia ya no solo habita en lo tangible, sino también en lo tecnológico. Y ese universo merece la misma atención, respeto y cuidado que cualquier otro aspecto de nuestra vida. Tal vez no se trate de cerrar todo ni de dejarlo todo abierto, sino de decidir. De entender que lo que hoy compartimos también es parte de la historia que dejaremos. Y que incluso en lo digital, también somos memoria.
Porque un día, cuando ya no estemos para subir otra foto, escribir otra idea o responder un mensaje más, quedará eso: lo que dijimos sin saber que alguien lo leería después. Quedarán nuestras palabras flotando en servidores, nuestros gestos atrapados en una imagen, nuestras emociones entre líneas. Y quizá, sin darnos cuenta, lo que construimos en este mundo invisible termine siendo la forma más sincera de decir quiénes fuimos.
