¿Qué puedo decir yo de mi tierra, si todo en ella es motivo de orgullo?
A veces basta con recorrer una calle, probar un platillo o escuchar una leyenda local para recordarlo: tiene todo para sorprender. Sabores, paisajes, tradiciones y una calidez que no se finge. No es un destino cualquiera; es una experiencia que despierta los cinco sentidos.
Aquí nací, aquí crecí, y cada día me convenzo más de que pocos sitios laten con tanta fuerza como el nuestro. Cada pueblo guarda un relato, y cada platillo, una razón para regresar.
Este rincón del país me sabe a hogar. A caminos verdes que regalan vistas impresionantes. A tardes frescas con olor a tierra mojada, a pan recién salido del horno, a barbacoa en domingo. A esa mezcla única donde lo ancestral convive con lo moderno sin perder el alma.
Mi estado se percibe en las montañas que arropan y en los ríos que murmuran cuentos, recuerdos y la vida misma. Es una tierra de pueblos mágicos que no solo se visitan: te invitan a quedarte o a volver.
Es Tula, con su zona arqueológica que nos habla de grandeza. Real del Monte, con sus calles empedradas y niebla perpetua, parece sacado de un sueño. Huasca, con su aire encantado y sus historias que aún caminan, invita a creer. Y el bosque de Mineral del Chico susurra secretos a quienes saben escuchar. Son algunos de los destinos más conocidos y visitados, pero apenas una muestra de todo lo que tenemos para ofrecer, descubrir y vivir.
Y si hablamos de sabores, seguramente me quedaré corta. Porque la gastronomía local no se describe: se siente. No es solo el gusto; son los colores vibrantes, los aromas que despiertan recuerdos, y la manera en que cada preparación refleja la identidad y el cariño de quienes la cocinan.
Ojalá coincidan conmigo, pero la barbacoa es, por mucho, la comida favorita de quienes habitamos aquí y de quienes nos visitan. Jugosa, suave, cocida bajo tierra… no tiene comparación. Los pastes, calientes con pasta original, llevan la herencia minera con un corazón profundamente regional. El pulque, espeso y ancestral, mantiene su ritual.
Y luego vienen los escamoles, el ximbo, el zacahuil, los mixiotes, el pan de horno, los quesos frescos. Aquí, el paladar también viaja. Cada bocado confirma que estás en el lugar correcto, donde el sabor cobra vida. Y es que aquí, desde lo que se come hasta lo que se celebra, es reflejo de un legado profundo.
Somos herederos de una gran cultura, la que se vive y late en cada uno de nosotros. Cuna de la charrería y del fútbol mexicano. Pero también somos la alegría que se desborda en las ferias de los pueblos, la identidad que danza al ritmo de tradiciones centenarias, el orgullo bordado en los Tenangos y la fe que persiste en los conventos antiguos, testigos del paso del tiempo.
Somos tradición que no se rompe, sentimiento que arde en el pecho de quienes nacimos aquí, en esta tierra que se quiere sin necesidad de grandes discursos: habla sola, en cada camino, en cada espacio y escondrijo.
Visitar esta región de México es recordar que lo más valioso a veces está más cerca de lo que creemos. Que el país está hecho de sitios entrañables, donde uno simplemente se siente en casa.
“Le han cantado a Veracruz, a Jalisco y a Tamaulipas…” pero también a este rincón que lo tiene todo e inspira versos, música y fiesta que se lleva en el alma. Me siento muy afortunada de ser hidalguense, de reconocer la belleza y valorar profundamente este lugar que llevo en el corazón, un lugar que te marcan para toda la vida.
