Vivimos bajo presión, mientras se nos repite una y otra vez que el talento lo es todo. Que basta con tenerlo. Pero pocos hablan de lo difícil que es cultivarlo sin recursos, sin contactos y sin el entorno adecuado. No es falta de interés, falta de habilidad o capacidad. Es falta de oportunidades.

En discursos de graduación, entrevistas de trabajo y frases motivacionales se insiste en que “todo está dentro de nosotros”, que, si lo soñamos, lo alcanzamos. Sin embargo, hay momentos en que, a pesar de creer en uno mismo, contar con conocimientos, experiencia y destrezas, y tener claridad sobre lo que se puede aportar, no aparece el escenario propicio para demostrarlo.

La competitividad no siempre brilla de inmediato. Hay personas que conocen su valor, que confían en su preparación, pero se ven detenidas por factores ajenos a su ellas. Viven en un sistema que premia más los vínculos que el mérito, donde el esfuerzo no siempre alcanza para abrir puertas, y donde apellidos y relaciones pesan más que el aporte real. Incluso quienes poseen una energía latente extraordinaria pueden quedarse a medio camino.

Aquí cobra especial sentido la teoría de la psicóloga Carol S. Dweck y su concepto de mentalidad de crecimiento, que propone que, aunque no podamos controlar todas las circunstancias externas, sí podemos elegir cómo enfrentarlas: que las dificultades sean peldaños, no muros. Que el talento no es un punto fijo, sino una cualidad que se fortalece con práctica, paciencia y persistencia. Además, el desarrollo no es lineal: tiene pausas, retrocesos y repliegues. A veces se ve afectado por crisis económicas, maternidad, enfermedades o duelos. Pero eso no significa que se extinga. Las facultades latentes no desaparecen, solo esperan el entorno propicio para emerger. Porque cada quien florece a su propio ritmo.

Necesitamos comunidades que impulsen el ingenio, escuelas que valoren algo más que la memorización, empresas que reconozcan la autenticidad, y líderes con la visión para detectar habilidades aún no manifiestas.

No se trata solo de descubrir lo brillante que puede ser una persona, sino de reconocerla y protegerla. Hoy, en nuestro país, vemos con tristeza cómo la experiencia, la formación y el compromiso han sido reemplazados por la lealtad política. El mérito ha cedido ante el nepotismo. Personas con trayectorias impecables han sido apartadas sin justificación, como si fueran prescindibles. Esto envía un mensaje peligroso: que la excelencia no importa si no se está cerca del poder. Que se puede apagar a quien brilla demasiado.

En este sentido, las redes de apoyo, el acompañamiento genuino y la colaboración son esenciales; el mentoring y el impulso colectivo trazan caminos más firmes y sostenibles. Conviene recordar que el instinto creador no exige perfección, sino constancia, aprendizaje y propósito. Incluso tras el error, es posible avanzar hacia la meta y conectar con esa fuerza transformadora que impulsa el hacer.

Y ahí está el verdadero reto: no dejar que el talento se desgaste esperando, sino luchar para convertirlo en destino.

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