Esta semana quiero dedicar mi columna a honrar a los maestros que han marcado profundamente mi camino, porque sé que la labor de enseñar va mucho más allá de transmitir conocimientos: es un acto de amor, compromiso y entrega que transforma vidas.
Vengo de una familia de docentes y, desde pequeña, tuve la oportunidad de ver a quienes me rodeaban desempeñarse en ese ámbito con una pasión admirable. Gracias a eso entendí que la docencia es un arte que comulga con la paciencia, se vale del conocimiento para alumbrar la ignorancia, y tiene la grandeza de abrir caminos sin que nunca se deje de aprender.
Algo que siempre me ha sorprendido es la facilidad con la que muchas personas, al ponerse al frente de un grupo, se transforman en una versión de sí mismas mejorada. Enseñan con una naturalidad asombrosa, porque nacieron con ese don.
Y es que, a pesar de las adversidades de nuestro sistema educativo —tan deficiente desde siempre—, logran salir adelante. Un claro ejemplo fue mi madre, quien amaba profundamente esta profesión. Aunque las circunstancias no estaban a su favor para desempeñarse como catedrática, eso nunca fue un impedimento: siguió cumpliendo con su vocación sin titubeos. Su ejemplo me enseñó que la enseñanza auténtica nace del corazón, y que el compromiso con la educación va más allá de lo académico: es una entrega genuina hacia las futuras generaciones.
Recuerdo perfecto cómo se preparaba para asistir a colegios lejanos, siempre con entusiasmo. Mi admiración por ella es inmensa, sobre todo porque, en infinidad de ocasiones, ayudaba de su propio bolsillo a otras mujeres cuyos hijos no tenían medios para estudiar. Siempre me sentiré orgullosa de ella, porque fue la mejor maestra que conocí: tanto en el aula como en la vida.
Y cayendo en cuenta, fue gracias a ella que aprendí a valorar profundamente a quienes han hecho del magisterio su camino. Agradezco en el alma haber contado, a lo largo de mi vida, con grandes maestros que fueron motores en mi carrera y en cada etapa escolar. Todo mi respeto a las personas que contribuyeron a mi formación. Ojalá nunca se pierda la costumbre de reconocer su trabajo, porque sus enseñanzas van más allá del aula y su vocación se manifiesta en cada gesto, en cada guía, en cada palabra.
Además, me llena de orgullo saber que ese legado familiar también vive en la memoria colectiva: un colegio lleva el nombre de mi abuela paterna, Sara Coronado de Ponce, una dedicada maestra de educación preescolar, considero que el hecho de que una institución educativa reconozca su labor me conmueve profundamente, porque es una forma de decir que su semilla sigue floreciendo en cada generación.
Y es inevitable reconocer que, de una u otra forma, mi vida profesional también se ha visto enriquecida al colaborar en diferentes instituciones educativas, desde el nivel inicial hasta el universitario. He tenido el privilegio de ser catedrática en diversos niveles y escuelas, y es algo con lo que comulgo profundamente. Estar en contacto con estudiantes, de cualquier nivel, es una de las experiencias más enriquecedoras que he vivido.
Ser maestro es mucho más que impartir clases. Implica un compromiso profundo que requiere entrega constante, empatía, sensibilidad y mucha preparación. En sus manos se siembra la semilla que impulsa a cada alumno a hacer del mundo un lugar mejor, a través del quehacer diario y la firme convicción de formar conciencias justas y comprometidas con una sociedad más consciente.
Por eso, a todos los maestros: gracias por su paciencia, su nobleza y su capacidad para enfrentar los retos cotidianos con sabiduría. Celebro y reconozco el gran trabajo que hacen como uno de los actos más valientes que existen.
Gracias por enseñarnos que educar no es repetir contenidos, sino tocar vidas. Que no todo se encuentra en los libros, pero sí en el ejemplo que deja huella.
Hoy, con el corazón en la mano, digo con orgullo:
¡Feliz día, maestras y maestros!
