El inicio de las campañas electorales para el poder judicial abre una discusión crucial sobre la independencia y la imparcialidad de quienes deberían administrar justicia sin presiones externas. Si bien la elección de cargos judiciales mediante procesos democráticos puede interpretarse como un intento por transparentar la designación de jueces y magistrados, la realidad presenta serias contradicciones.
La primera inquietud recae en la legitimidad misma del proceso. La apertura de campañas políticas en el ámbito judicial no solo desvirtúa la naturaleza técnica del cargo, sino que también introduce un preocupante sesgo partidista que puede comprometer la impartición de justicia. En sistemas donde la elección popular de jueces se ha implementado, como en algunos estados de Estados Unidos, se ha demostrado que la competencia electoral obliga a los aspirantes a recurrir a donantes y alianzas que condicionan su independencia.
En México, la promoción de candidaturas en un poder cuya función esencial es la interpretación y aplicación de la ley, genera un conflicto evidente. ¿Cómo garantizar que un juez o magistrado, cuya campaña ha sido financiada por actores políticos o empresariales, actúe sin sesgos al juzgar casos que involucren a sus benefactores? La respuesta sigue siendo ambigua, y el riesgo de captura institucional es latente.
Además, la dinámica electoral obliga a los aspirantes a promover sus nombres y propuestas, un escenario que incentiva la demagogia y la politización de sus funciones. La justicia, que debería basarse en la pericia jurídica y en la capacidad de análisis objetivo, se convierte en un espectáculo donde la popularidad pesa más que la capacidad técnica.
El poder judicial debe gozar de autonomía real para no verse condicionado por las demandas y estrategias del marketing político. Sin embargo, permitir campañas electorales en este ámbito parece ser un paso hacia su debilitamiento estructural. La pregunta que debería discutirse con seriedad es si estas campañas realmente fortalecen la justicia o simplemente la convierten en un trofeo más en la disputa por el poder.
Por último, resulta preocupante que este proceso se presente como un avance democrático cuando en realidad opera como una simulación. No existe un verdadero empoderamiento ciudadano si las campañas judiciales se rigen por intereses ajenos a la justicia misma. En lugar de abrir el poder judicial a procesos electivos, la discusión debería enfocarse en su fortalecimiento institucional mediante la transparencia, la profesionalización y la rendición de cuentas, sin contaminaciones políticas.
En un país donde la justicia ha sido históricamente un terreno frágil, permitir que la lógica electoral se imponga en su estructura es un retroceso disfrazado de modernidad.
