Un año más, el 8M es un recordatorio de algunos avances en el camino recorrido para librar batallas, pero aún hay muchos pendientes. Es el espacio para poner sobre la mesa todo lo que sigue siendo injusto: la violencia de género, la brecha salarial, la doble jornada, las violaciones, así como la invisibilidad y hasta la indiferencia de aquellos que creen que la lucha ya terminó y lo único que otorgan es la crítica fácil y hostil que señala a esta fecha como: “Ahí vienen las locas a pintarrajear y destruir”, y olvidan de quién provienen. No se percatan que en su “humilde opinión”, destruyen años de lucha, sufrimientos vividos por mujeres que se sacrificaron y lograron mucho de lo que hoy podemos disfrutar, que, en lugar de sumar, sus palabras restan importancia y valor, y justo ahí radica esta alza de voces, porque entre nosotras, la mentalidad machista no permite evolucionar. Su descontento social lo vuelcan en contra de este movimiento que les espanta solo porque no comulgan con él.
Aunque nos cueste aceptarlo, el machismo no solo está afuera, también se lleva dentro, a veces sin darnos cuenta. Ha perdurado durante generaciones y forja competencia entre nosotras, en lugar de crear alianzas. Nos han condicionado a pensar que si una gana, otra pierde, sin importar que ese pensamiento esté lleno de injusticias y alimentado por un sistema patriarcal ofensivo, que encuentra su nicho en el ataque. Aceptarlo, implica un cambio profundo, una reflexión que puede incomodar, pero es esencial para transformar lo que se ha perpetuado por tanto tiempo.
Este no es solo un movimiento de mujeres que marchan. También lo es de aquellas que, sin ocupar los reflectores, han trabajado incansablemente por los derechos de todas. Como las maestras, que enseñan a las nuevas generaciones a pensar y a cuestionar la desigualdad, a dar reconocimiento a la historia de las mujeres que nos precedieron. En el ámbito de la salud, aquellas doctoras y enfermeras que enfrentan jornadas extenuantes en sistemas precarios, desprotegidas ante la violencia laboral y de género, y qué decir de las madres, tías, abuelas que han criado de forma distinta, colocando el valor de las mujeres por encima de la educación tradicional. Aunque no participen en la ola violeta, su aportación se ha empeñado en mejorar las condiciones femeninas, y rara vez se habla de su legado. En sus acciones cotidianas contribuyen a cambios reales, sin búsqueda de reconocimiento, su existencia es perceptible en un proceso constante y profundo, que resuena tanto en lo público como en lo habitual y a veces silencioso.
En todos los ámbitos existen “las invisibles”, pero solo es una percepción en el plano físico porque su apoyo es fundamental a la causa, porque todos los días de su vida cooperan para mejorar las circunstancias económicas, sociales y laborales en primera instancia en el núcleo familiar y posteriormente el alcance que este conlleva por la inercia que ejerce, es empoderamiento puro, es decir, la equidad también se teje en el silencio, sin una evidencia fotográfica, pero de tal relevancia que sin ella el movimiento no existiría.
El 8M es una fecha para gritar, sí. Pero también para reconocer que el trabajo más valioso ocurre en el día a día, en el esfuerzo constante, en las mujeres que siguen luchando, sin importar el aplauso o la crítica.
No debemos olvidarlo, esta la lucha no es un espectáculo, es una necesidad. No es un permiso para ser, es el reclamo de lo que por derecho nos corresponde. Y si aún no lo entienden, seguirán siendo observadores de la historia, pero nunca serán parte de ella.
