Betty Friedan, fue una mujer que con su vida y su principal obra, inspiró y contribuyó a desatar la tercera ola del feminismo en todo el mundo occidental. Su obra más conocida, La mística de la feminidad, fue publicada en Estados Unidos en 1963 y ganó el premio Pulitzer en 1964. A menudo se compara, por su fuerza y capacidad de penetración, con El segundo sexo, la obra de la otra gran feminista de la llamada segunda ola, la pensadora existencialista Simone de Beauvoir.

Ambas obras pertenecen a momentos y ámbitos diferentes, pero han marcado de forma igualmente indeleble el feminismo occidental. Betty Friedan, que desapareció el pasado 4 de febrero con 85 años, es recordada como una feminista activa y militante durante los años sesenta y setenta y, en general, durante toda su vida; como una mujer fuerte y carismática que hasta hace bien poco, en su autobiografía de 1999 y casi octogenaria, decía sentirse todavía “en plena forma”.

Su obra, fue una descripción magistral del modelo femenino avalado por la política de los tiempos postbélicos y contribuyó decisivamente a que a la nueva generación de mujeres le cayeran las escamas de los ojos. A partir de ella se podía nombrar al “malestar que no tenía nombre”, porque así llamaron las feministas de los setenta al estado mental y emocional de estrechez y desagrado, de falta de aire y horizontes en que parecía consistir el mundo que heredaban. Las primeras feministas de los setenta realizaron un ágil diagnóstico: El orden patriarcal se mantenía incólume.

Lo que ayudó realmente al “cambio de vida” de tantas mujeres fue La mística de la feminidad, una obra que continúa la tradición del feminismo liberal occidental que se remonta al pensamiento de Mary Wollstonecraft y de John Stuart Mili, y cuyo objetivo principal fue la extensión de los principios ilustrados a las mujeres, es decir, la reivindicación de su igualdad jurídica con los hombres.

Friedan llama la atención sobre la estrecha conexión entre lo público y lo privado, niega la especificidad de la natu- raleza femenina y subraya la igual capacidad de mujeres y hombres. No es que aporte ideas significativamente diferentes de aquellas que ya aportaron las primeras feministas: su defensa de la ciudadanía y la igualdad es virtualmente la misma. Así, en el contexto ya legalmente paritario de los Estados Unidos en los años 60 y 70, una paridad que se obtuvo tras las acciones de las sufragistas (especialmente Susan Anthony, Elisabeth Stanton y Lucy Stone).

Friedan reafirma la necesidad de una educación para las mujeres que les ofrezca la posibilidad de realizar sus plenas potencialidades fuera de la esfera doméstica. Denuncia, pues, la desigualdad no tanto legal sino factual de oportunidades entre hombres y mujeres, la disyunción entre la supuesta objetividad institucional o la igualdad formal de derechos y los prejuicios que de hecho funcionaban en toda la sociedad y la consiguiente desigualdad real de género.

En su libro, Friedan analiza minuciosamente un malestar que afectaba a las mujeres estadounidenses de clase media cuyas causas y mecanismos eran todavía desconocidos. Tanto, que este malestar empezó a ser individualizado como “el problema que no tiene nombre” (the problem that has no namé). Pronto Friedan identificaría en la “la mística de la feminidad” los discursos que subyacían a esa dolorosa e innombrada experiencia: la mística de la feminidad es un modelo educativo difundido como paradigma imperante después de la Segunda Guerra Mundial que preconiza la vuelta de las mujeres al hogar como el sitio donde verdadera y felizmente podrían realizarse. Esta mística de la feminidad es uno de los elementos reaccionarios que han aparecido como respuesta a la movilidad y visibilidad que las mujeres adquirieron en la esfera pública durante la Segunda Guerra Mundial. Dicha involución del lugar político y social de las mujeres será un fenómeno común a todo occidente: una vez finalizadas las guerras, y a pesar de que las mujeres habían desempeñado en ellas papeles de gran importancia, tanto en la retaguardia como en primera línea, las mujeres experimentan un retroceso tanto en su valoración social como en sus posibilidades de participación en el espacio público.

El feminismo de esos años supuso el fin de la mística de la feminidad y abrió una serie de cambios en los valores y las formas de vida que todavía se siguen produciendo. Lo primero que realizó fue una constatación: que aunque los derechos políticos – resumidos en el voto – se tenían, los derechos educativos se ejercían, las profesiones se iban ocupando – sin embargo no sin prohibiciones explícitas aún para algunas.

Las mujeres no habían conseguido una posición paritaria respecto de los varones. Continuaba existiendo una distancia jerárquica y valorativa que en modo alguno se podía asumir como legítima. De tal constatación surgió el análisis de lo que estaba ocurriendo y la articulación de los nuevos objetivos a alcanzar.

Se diagnosticó, y con certeza, que por una parte, la obtención del voto para nada había supuesto el cambio en los esquemas legislativos heredados por lo que tocaba a grandes partes del derecho civil y de familia. Por otra, el conjunto completo de lo normativo no legislado – moral, modales y costumbres – apenas había sufrido cambios. Se hacía imperiosa pues una revisión de la legislación a fin de volverla igualitaria y equitativa. La igualdad de derechos era sólo aparente mientras no se fijara en nuevos textos.

El feminismo de la tercera ola no se podía contentar con el solo derecho al voto, sino que inició la tarea de repaso sistemático de todos y cada uno de los códigos a fin de detectar en ellos y posteriormente eliminar los arraigos jurídicos de la discriminación todavía vigente.

El feminismo estaba borrando las fronteras tradicionales entre lo privado y lo público. En el terreno legislativo el trabajo principal se realizó en una década, la de los setenta y primeros años de los ochenta. Pero la tercera ola feminista había previsto también que los ámbitos normativos no legales ni explícitos habían de ser alterados. La revolución en la moral, las costumbres y los modales, el conjunto que solemos conocer por mores, se iba produciendo en paralelo con la renovación legislativa. Lo que resultaba más notorio y producía mayor escándalo eran los nuevos juicios sobre su sexualidad y las nuevas libertades sexuales de las mujeres “liberadas”. Las relaciones prematrimoniales se hicieron por lo menos tan frecuentes como lo habían sido en el pasado, pero quienes las mantenían se negaban a culpabilizarse o ser culpabilizadas por ellas.

El cambio en los mores se iba produciendo en parte por difusividad y en parte con independencia del núcleo militante. Para éste, “abolición del patriarcado” y “lo personal es político” fueron los dos grandes lemas. El primero designaba el objetivo global y el segundo una nueva forma de entender la política que tenía sus claves no en la política gerencial, sino en el registro contractual.

La nueva filosofía feminista se estaba formando según el consejo kantiano de elevar lo particular a categoría. Kate Millet, S. Firestone, J. Mittchell, C. Lonzi, cada una a su manera, recptaban un minuciosos trabajo previo, el de los grupos de mujeres que por todas partes habían ido surgiendo al amparo de el ya citado “lo personal es político”.

En cualquier caso la totalidad del movimiento era contemplada desde fuera como una protesta radical y en ocasiones incomprensible, tanto por su tipo de demandas como por su modo de presentarlas. Y esto no sólo era así en los ámbitos conservadores, sino que también las tensiones se agudizaron con los propios compañeros de viaje.

El feminismo de los setenta podía confiar en la novedad de sus demandas y en su capacidad de agitación, cuantitativamente entonces asombrosa. Pero casi no contaba con liderazgos y muchas veces tampoco los deseaba. Los grupos se formaban por afinidad a la par militante y amistosa y funcionaban precisamente por esta amistad ética y políticamente dirigida para la que el término griego filía resulta adecuado.

Este modo de fraguarse era muy adecuado. Este modo de fraguarse era muy adecuado dado el género de discurso y experiencias que había que abordar en la primera fase: elevarla anécdota a categoría implicaba a veces revelar cosas personales e incluso íntimas, lo que se facilitaba con la filía por apoyo. Sin embargo, tanto el diagnóstico como la concepción de objetivos eran políticos.

En todos los países occidentales fueron creando organismos específicos para la condición femenina. Ellos, por lo general, posibilitaron la finalización de las reformas legales todavía en curso y la evaluación de las ya realizadas. En los ochenta fue quedando patente que la imagen social global seguía connotando poder, autoridad y prestigio del lado varonil, sin que las reformas ya obtenidas estuvieran variando esa inercia de modo sensible. Así que la visibilidad se convirtió en el objetivo. En otros términos, el feminismo, un movimiento profundamente antijerárquico e igualitarista enfrentaba el problema de transformarse también en una teoría de las élites con la voluntad de no perder sus señas de identidad en el empeño. Ello tuvo bastante que ver con la aparición de la tensión igualdad diferencia.

ACLARACIÓN                                                       
La opinión expresada en esta columna es responsabilidad de su autor (a) y no necesariamente representa la postura de AM Hidalgo.

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