Casi todos los fines de semana de mi infancia iniciaron alrededor de las siete de la mañana y lo primero que hacía era encender la televisión. Los sábados veía las caricaturas del 5 hasta el mediodía, mientras que las tres primeras horas de mis domingos eran ocupadas generalmente por Chabelo. Siempre tuve ganas de ir y concursar en la escalera loca o armar el Gansito.
En Familia con Chabelo era básicamente un comercial de tres horas disfrazado de programa de concursos y consiguió su objetivo con efectividad notable. Por décadas mantuvo su horario y se insertó con fuerza en la memoria colectiva de al menos tres generaciones. Durante la temporada navideña, el programa era imperdible pues anunciaba las novedades en juguetes, productos que ocupaban, junto con golosinas, frituras y otras dulzuras comestibles, casi todo su tiempo.
La mercadotecnia detrás de Chabelo era un trabajo muy bien elaborado para conseguir que su público, mayormente infantil, acudiera con su madre y padre para pedirles que le compraran tal o cual cosa. La maquinaria funciona igual para vender cualquier mercancía a cualquier sector de la sociedad. Las nuevas tecnologías permiten que la estrategia de convencimiento sea todavía más efectiva con toneladas de datos que recopilan las aplicaciones y que son utilizadas para encaminar nuestras decisiones de consumo. De este modo, se diluye la participación del individuo consciente en el ejercicio de su propia libertad, entendida en términos del capitalismo como libertad de comprar.
Los productos que veía en Chabelo y comerciales entre los Dinoplatívolos y BraveStarr, los niños de ahora los ven a través de las plataformas que ocupan y se encuentran en cualquier esquina. Basta andar apenas unos metros en casi cualquier sitio del país para llegar a unos Pingüinos. Cuando era niño, en las cooperativas de escuelas había muchas más papas nadando en salsa que sándwiches de jamón y queso. Los camiones de Bimbo, Coca Cola y Sabritas llegan a sitios que no visitan patrullas y donde incluso carecen de servicios como luz y agua. En circunstancias tales, es imposible señalar que “cada quien decide lo que come”.
Autoridades en Oaxaca prohibieron la venta de alimentos chatarra a menores de edad luego que la pandemia exhibió la vulnerabilidad en que nos encontramos por pésimos hábitos alimenticios. Ante las circunstancias, Estado, empresas e individuos tienen que asumir su parte de responsabilidad.
No soy partidario de políticas públicas cuya base sea la prohibición sobre el consumo individual, cada persona debe tener la oportunidad de elegir lo que da a su cuerpo y lo que hace con él en tanto no perjudique a terceros; sin embargo, esta elección debe hacerse desde de la plena consciencia, del conocimiento de alternativas y consecuencias. En este sentido, las corporaciones que producen alimentos chatarra han proliferado gracias a los gobiernos que les permiten vender productos sumamente dañinos sin la advertencia correspondiente para el consumidor. Tan solo el etiquetado frontal ha sido demorado gracias a la presión que ejercen tales las compañías, pues lo ven como un elemento para disuadir a los compradores y representaría menos billetes en sus bolsillos.
En cuanto al Estado, debe garantizar que la ciudadanía cuente con la información necesaria sobre los productos que encuentra en tiendas y supermercados, regular la publicidad de productos hiperprocesados y expulsarlos de los planteles escolares; además, tiene que facilitar el acceso a comida saludable, apoyar a productores de frutas y verduras, así como promover la actividad física con programas estudiantiles y espacios seguros, dignos, gratuitos y al alcance de todos.
La prohibición oaxaqueña levantó cejas entre los grandes empresarios que ven amenazadas sus ganancias, acusan cortinas de humo gubernamentales pero no se hacen responsables por manipular a la gente para vender calorías empaquetadas sabor limón.
La opinión expresada en esta columna es responsabilidad de su autor (a) y no necesariamente representa la postura de AM Hidalgo.
