Hace casi tres años había filas larguísimas afuera del Estadio Olímpico Universitario, inabarcables con la vista. Miles de automóviles se detuvieron frente a la entrada sobre Insurgentes Sur para dejar pesadas cajas y voluminosas bolsas llenas de comida, ropa y herramienta. Personas voluntarias recibían las donaciones para que otras las llevaran en carretillas al estacionamiento donde otro montón de gente las separaba; al final, brazos y piernas llevaban las cosas a los túneles del inmueble donde las organizaban y empaquetaban para treparlas a decenas de tráileres que las trasladaron a los sitios más afectados por el sismo de septiembre.
El instalado en Ciudad Universitaria fue solo uno de los gigantescos centros de acopio que hubo en la capital mexicana, además de los innumerables más pequeños que puso a disposición ciudadanía de a pie. Cerca de donde vivía entonces, por ejemplo, una ruta de colectivas pidió ayuda de los vecinos para reunir ropa y despensas. A diario durante un par de semanas, mujeres recibían las donaciones que ponían en bolsas donde niños escribían mensajes de aliento. Con las camionetas repletas, los conductores enfilaban hacia destinos que escribían en las ventanillas.
Como esos hubo probablemente miles de casos en el país. Por doquier, cadenas humanas movían escombro, alimento y ayuda. Manos que pasaban a otras, manos que compraban, cargaban, embolsaban, llevaban y entregaban. La solidaridad se mueve en cadenas.
Son ya varias semanas de epidemia en México y aunque el futuro no luce apocalíptico (por ahora), tampoco es alentador, aunque el presidente insista en convencernos de que el virus nos peló los dientes. La adversidad, empero, llamó nuevamente a la referida solidaridad mexicana. En los últimos días se han multiplicado los ejemplos de colaboración altruista con nuevas cadenas de apoyo en Hidalgo; comerciantes repartiendo comida gratuita en Tula o mesas de donaciones en varios municipios, verbigracia. Las ataduras sociales son, pues, vehículo de empatía y encomiable contribución; infortunadamente, de igual forma se mueven contagios y tragedia.
En tiempos de crisis, notable es también el valemadrismo nacional que en época de pandemia es particularmente virulento. Junto a las muestras de responsabilidad comunitaria, asimismo se multiplican las fiestas COVID, las salidas innecesarias y multitudinarios eventos que reclaman su derecho al jolgorio porque extrañan el Payaso de Rodeo en bodas.
La naturaleza del virus aprovecha estas condiciones que favorecen su propagación y ya muchos señalan que el problema no es que aquellas personas sin temor al contagio contraigan la enfermedad, sino que se conviertan en agentes infecciosos capaces de esparcirla, especialmente a quienes son vulnerables, que en este país somos casi todos por aquello de los kilos de más.
Antípodas son también las prioridades. Mientras personal de salud aún padece irracionales muestras de discriminación y violencia, repartidores de cerveza son recibidos entre alegres palmas y hasta con mariachis, no me extrañaría que más de uno haya soltado un par de lágrimas por la posibilidad de volver a enfriar la garganta.
En medio de la crisis es indispensable reconocer que los individuos que integramos una sociedad no estamos aislados, incluso en reclusión permanecemos en contacto y nuestras acciones impactan en los demás, queramos o no. Ora nomás hay que elegir lo que vamos a hacer.
La opinión expresada en esta columna es responsabilidad de su autor (a) y no necesariamente representa la postura de AM Hidalgo.
