En todo el mundo, el COVID-19 ha marcado un antes y un después; es un momento histórico que hemos compartido como humanidad, y que nos habrá de marcar durante muchos años.
Sin embargo, para nuestro país, los cambios serán mucho más profundos, y las secuelas de la pandemia, más dolorosas.
El mayor impacto que ha tenido el coronavirus, ha sido social.
Nos ha dividido entre los que pensamos que es real y quienes creen que es un invento.
Nos divide entre los que defienden ciegamente al Dr. López-Gatell, y los que descalifican, con igual ceguera, todo lo que dice.
Nos divide entre los que la aprovechan para profundizar las separaciones, y quienes quisiéramos enfrentarla juntos, uniendo esfuerzos.
Lo cierto es que las perspectivas pospandemia no son buenas para ninguno de los dos bandos.
El pronóstico es que la caída de la economía mexicana será la peor en cien años.
El Fondo Monetario Internacional estima una disminución de 6.6 por ciento para nuestro PIB durante 2020. Durante el primer trimestre la economía ya bajó 2 por ciento, y eso que el impacto de la pandemia fue parcial en ese periodo. Según Bank of America, en los próximos tres meses, podría caer hasta en 34 por ciento, afectándonos a todos, pero en especial a quienes viven al día.
Esto no lo dice ningún organismo neoliberal internacional, sino el CONEVAL que, aunque es autónomo, forma parte del gobierno del presidente López Obrador: el COVID-19 dejará, por lo menos, a 10 millones de personas más en pobreza extrema, lo que significa que al menos 32 millones de mexicanos no van a tener ingresos suficientes para adquirir una canasta básica.
Está claro que la crisis nos ha hecho más igualitarios: todos los países enfrentan la misma situación de pérdida de empleos, y crecimiento de la pobreza.
Sin embargo, México es el único en el que, en vez de hacer un esfuerzo para conservar empleos, se ha dejado a empresarios y trabajadores a su suerte.
La respuesta económica del Gobierno de México a la pandemia equivale al 0.7 por ciento del PIB. Para no hablar de los paquetes de Estados Unidos o la Unión Europea, veamos el que se propuso para India, equivalente al 10 por ciento de su PIB, y que se invertirá para proteger a los desempleados y a los generadores de empleo.
La mayoría de los grandes empresarios mexicanos (desafortunadamente en ese frente también hay divisiones) pidieron al gobierno un programa de apoyo al empleo y a las micro y pequeñas empresas, que aportan ocho de cada diez empleos en nuestro país, y que van a pasar meses muy difíciles ante la baja generalizada en el consumo. Millones, van a desaparecer.
La respuesta fue un “no” rotundo porque primero son los pobres y por definición, un empresario no solo no es pobre; es rico. Y para este régimen no hay mayor pecado que la opulencia.
Me pregunto con cuánta opulencia pueden vivir los dueños de la papelería de la esquina, la mamá soltera que vende ropa por catálogo, o el señor que anda en bicicleta vendiendo tamales.
El resultado de esa obsesión por la austeridad, combinada con un desprecio por el emprendimiento, va a traer como consecuencia más hambre, golpeando primero y más fuerte, como siempre pasa en las crisis económicas, al que menos tiene.
Junto con la marginación, va a aumentar la violencia. Ante la ausencia del Gobierno, que hoy está concentrado en atacar la pandemia, el crimen organizado ha sustituido de manera descarada la labor social de la autoridad. El presidente, que ha llegado a ofrecerles amnistía, se quejó por eso.
En ese sentido, el COVID-19 ocultó la publicación de un acuerdo en el Diario Oficial de la Federación, con el que se oficializa la presencia de las fuerzas armadas en las calles hasta el final del sexenio.
Por más que las autoridades civiles se esfuercen en justificar la medida, asegurando que no hay un sometimiento a las fuerzas castrenses, lo cierto es que AMLO logró lo que no pudieron hacer ni Felipe Calderón ni Enrique Peña: legalizar la participación del Ejército en tareas policiales.
El Ejército es, sin duda, la institución en la que más confiamos los mexicanos, pero, este hecho es otra amenaza potencial a nuestro régimen democrático, no por el Ejército, una institución leal y comprometida, sino por el mensaje que envía esta acción.
En medio de la tragedia humana del COVID-19, esta semana tuvimos una gran noticia. La Suprema Corte de Justicia de la Nación restituyó el orden constitucional en Baja California. El gobierno de Jaime Bonilla durará, como debía de ser, solo dos años.
Este hecho nos debe ayudar a mantener la perspectiva. Vienen meses difíciles y la pandemia va a dejar cicatrices perdurables en millones de familias mexicanas. Hidalgo no será la excepción.
Por ellos, hoy más que nunca hay que defender lo que juntos hemos construido, impulsar el diálogo como vía para reencontrarnos y trabajar por el país justo, de derechos y oportunidades que hoy, por una visión equivocada de quienes nos encabezan, se le niegan a la gran mayoría de los mexicanos.
