Cerca de mi casa hay un cruce de avenidas. Dos angostos camellones dividen las laterales de los carriles principales. En aquellos se acomoda un grupo de jóvenes con herramientas útiles para limpiar vidrios y sacudir carrocerías; algunos cargan pinos de boliche, un balón o pelotas para malabarearlos en los minutos que dividen una luz verde de la que sigue. Hay además un hombre mayor que agita titulares al aire en espera que alguien aún quiera leer las páginas que acapara el coronavirus.

Quiero suponer que la esquina es buena plaza, la avenida es amplia y decenas de autos se detienen en cada alto; serán miles al día (al menos así era antes de los tiempos de resguardo). Hasta hace pocos meses andaba solo entre los vehículos el voceador. De a poco se instalaron también los jóvenes y todos comparten la oportunidad de echarse un algo al bolsillo. En cada ocasión que atravieso el sitio los veo reír, jugar o compartir un taco, probablemente de carnitas del puesto cercano. 

Por la tarde, alrededor de las siete, los he visto subir en grupo por una calle más pequeña. A esa hora termina su jornada y vuelven, espero, a sus respectivas casas para descansar y volver al día siguiente, cuando la rutina se repite bajo el indiferente rayo del sol.

Sin embargo, hace unos días vi que un par de motociclistas uniformados se detuvieron en el sitio para hablar con los jóvenes. Tras charla breve, estos comenzaron a recoger sus herramientas de trabajo, se echaron a los hombros delgadas sudaderas y se retiraron de la esquina. Un tercer oficial hizo lo propio a contraesquina con otro joven que en solitario atendía a los automovilistas.

El contexto actual permite asumir que el motivo para que policías pidieran a los limpiaparabrisas que se fueran del sitio es la prevención. Desde hace varios días noté que los jóvenes comenzaron a usar cubrebocas de fabricación o improvisados, algunos incluso andaban con la playera enroscada alrededor de la cara; ignoro si esto lo hicieron por voluntad propia o a petición de autoridades, pero aun con el sol estaban la mayor parte del tiempo con el rostro cubierto. Desconozco también si después de aquel día los jóvenes volvieron a colocarse en su lugar habitual o si los oficiales insistieron en retirarlos u optaron por permitirles la estancia.  

Ha pasado un mes desde que inicié el confinamiento en casa. Salgo únicamente a comprar despensa. Otras personas lo iniciaron desde antes, algunas otras después, según como lo han considerado o como se les permite. En cualquier caso, la posibilidad de reclusión, del trabajo en casa o del reposo obligado, pero pagado, es franco privilegio, inalcanzable para buen parte de la sociedad mexicana.

Habrá diferencias entre los que no pueden sino continuar en las calles, los afortunados tendrán botes salvavidas que los mantengan a flote en la tormenta, un sueldo, por ejemplo, o al menos la oportunidad de buscar sustento, aunque raquítico, como tienen transportistas. Mas qué ocurrirá con los marginados, los rostros difusos, ocultos e ignorados que arrojamos a la supervivencia desde antes de la pandemia, si no les permitimos siquiera eso: sobrevivir.

Existe, por supuesto, un riesgo de salud para limpiaparabrisas y artistas callejeros, así como para los automovilistas. Esta vez la acción de autoridades tiene razón de ser, pero ¿qué opción tendrán los jóvenes sin la oportunidad de ganarse un peso y probablemente sin redes de apoyo que los sostengan durante la emergencia? La sociedad, sin duda, estará dispuesta a señalar sin empacho la falta de valores, decencia y humanidad si alguno de ellos acude a la ilegalidad para llevarse algo a la boca.

ACLARACIÓN            
La opinión expresada en esta columna es responsabilidad de su autor (a) y no necesariamente representa la postura de AM Hidalgo.

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