Hasta el 28 de abril fueron reportados 27 casos positivos de COVID-19 en prisiones de México, la mayoría de ellos en Yucatán, Jalisco y la Ciudad de México. Bien documentadas están las carencias, condiciones insalubres, abusos y situaciones de riesgo a las que están sometidas las personas privadas de su libertad en este país. Aunado a esto, la epidemia de coronavirus ha recrudecido la vulnerabilidad de los internos, más aún de los que han contraído el virus y quienes se encuentran en franco riesgo de contagio por el hacinamiento que prevalece en prácticamente todas cárceles mexicanas.
En estas circunstancias la Comisión Nacional de Derechos Humanos ha recibido quejas como falta de atención médica, desabasto de medicamentos y discriminación. Por si fuera poco, un sistema gubernamental que se truena los dedos para que no le explote una situación verdaderamente incontrolable ha dejado fuera de las prioridades (que son hartas) la situación en las prisiones, salvo por la Ley de Amnistía, que pretende la liberación de presos bajo ciertas condiciones para aligerar el hacinamiento y disminuir el riesgo de contagio.
Esta iniciativa que fue presentada por el presidente López Obrador y replicada también en Hidalgo por Omar Fayad, contempla la liberación de personas pertenecientes a comunidades indígenas que hayan carecido de intérpretes durante sus procesos, sentenciadas por el delito de aborto o quienes hayan cometido delitos no graves como robo sin violencia, entre otros. Hay, sin embargo, al menos dos asuntos de consideración al respecto.
Primero, que el alcance de la propuesta (valga aclarar que la considero necesaria) difícilmente tendrá un impacto considerable para disminuir la sobrepoblación en penales, pues de acuerdo con datos del portal de noticias Animal Político, solo 7 % de las personas privadas de su libertad cumplen con los requisitos para liberación anticipada.
Segundo, que su potencial beneficio se restringe a las personas presas que tanto gobierno como sociedad consideran de menor peligro para la población, aquellos que tal vez merecen una nueva oportunidad de reintegrarse a la sociedad; mientras que los demás pueden continuar en el infierno carcelario pues han perdido su condición civilizada, los hemos deshumanizado (decimos que ellos mismos lo han hecho) y, por tanto, han dejado de ser sujetos de derechos humanos: merecen estar donde y como están. Debido a esto, pensamos que sería un desperdicio de recursos darles las condiciones mínimas para protegerlos de la epidemia.
Las imágenes de las prisiones salvadoreñas con internos sometidos y colocados en estrechas hileras fueron de motivo de controversia en los últimos días. Discusión avivada por la medida que anunció el presidente de aquel país Nayib Bukele, quien autorizó el uso de fuerza pública contra las pandillas como medida extrema para disminuir la violencia en El Salvador.
Esta situación internacional mostró nuevamente los rincones infectos, físicos y mentales, a los que hemos echado a este sector de la sociedad, pues la mayoría de los comentarios vertidos en redes sociales celebran la mano dura contra quienes consideran bestias, ya no humanos.
Al respecto, por medio de Facebook, el diputado potosino Pedro Carrizales “El Mijis”, condenó la estrategia del mandatario salvadoreño y señaló las condiciones en las que crecen y viven quienes engrosan las filas de las pandillas: “Violencia, sin oportunidades, ni educación, ni trabajo, ni familia”.
Estas publicaciones provocaron la respuesta de sus seguidores en esa red social, quienes le exigieron preocuparse por los suyos (los extranjeros no importan, menos salvadoreños, ¡menos pandilleros!) y ocuparse en cosas más importantes, pues un montón de seres humanos hacinados, humillados y excluidos no lo son (ah, pero que ya no los consideramos personas).
Creer que por infringir la ley una persona ha perdido su condición humana y con ella sus derechos, también conlleva el riesgo de que deshumanicemos a cualquier individuo o grupo bajo todo tipo de criterios arbitrarios: de género, raciales, económicos, sociales, de nacionalidad, preferencias sexuales, entre muchos otros que ya son motivo de discriminación y violencia contra sectores históricamente vulnerados.
La exigencia de justicia debe ser dirigida con insistencia a las autoridades, que garanticen el cumplimiento de la ley y las sanciones para quienes la quebranten. De igual forma deben asegurar el respeto a los derechos de todas las personas, pues tener la potestad de decidir quien sí y quien no debe ser tratado como ser humano es una idea colectiva que, entre otras cosas, nos tiene con la violencia hasta el cuello.
La opinión expresada en esta columna es responsabilidad de su autor (a) y no necesariamente representa la postura de AM Hidalgo.
