La puntualidad es una pérdida de tiempo, escribió alguna vez Oscar Wilde, y eso que no me vio esperar tres horas para una cita en Ciudad de México (un libro y las maquinitas de la Frikiplaza hicieron posible tal proeza), o una hora bajo el reloj del andén en Mixcoac antes de los tiempos en que teléfonos celulares fueran distracción para quienes de otra forma tuvieron que contar grietas del piso, o tararear una canción mientras elaboraban divertidas historias de vida a pasajeros que convoy tras convoy aparecían y desaparecían entre la prisa capitalina.
De puntualidad inglesa, me presentó un día la buena amiga que supo siempre reconocer el esfuerzo de calcular bien el tiempo que toma bañarse, comer y trasladarse a tal o cual sitio sin enfadarse porque te pescó una luz roja que le sumará otro minuto a tu dilación de una hora.
En los cuatro años que trabajé en una empresa de esas que pretenden la eficiencia de un reloj suizo porque consideran a los empleados engranes sin sentimientos pero con tendencia al óxido (sí, como en Los Increíbles), llegué tarde tal vez dos veces y nunca más de diez minutos. En síntesis, precisión cronométrica alemana encerrada en las contradicciones del mexicano promedio, podría ser una de tantas definiciones para un servidor.
La precisión de llegada, sin embargo, no corresponde con mi falta de tacto para retirarme, ya no digamos temprano, a tiempo. Este oxímoron comenzó a ser notable desde la juventud temprana, cuando en las primeras experiencias lúdicas sociales terminaba solo en medio de la sala con la idea que debí haberme ido con la última caravana tambaleante y no esperar hasta los primeros rayos de sol.
Esta situación se replica en asuntos laborales y sentimentales. En los primeros, más de una vez permanecí a oscuras en la oficina por la capitalista insensatez de ponerse la camiseta y terminar de una vez lo que bien pude dejar para el día siguiente. Acto que contraviene, bien sabemos, siglos de tradición popular mexicana.
En lo que concierne a mi habilidad para reconocer, y más aún, retirarme todavía con la dignidad entre las manos de una relación sentimental desahuciada, es mejor omitir especificaciones y únicamente referir que permanezco en espera de que concluya el tiempo que ___ me pidió para reanudar nuestro amor preparatoriano.
Retirarme, pues, me resulta bastante más complejo que llegar. Baste preguntar a la amiga que me recibió en su casa “en lo que encuentras algo”, hasta que empecé a oler mal, pues “el muerto y el arrimado al tercer día apestan”, diría mi madre. Aunque en mi caso fueron necesarios dos años para reconocer que era tiempo de irme, cuando lo adecuado habría sido tal vez 500 días antes.
Puntualidad, menuda pérdida de tiempo.
