Antes de bailar cumbias ponía la espalda y un pie sobre la pared, meneaba la cabeza como si supiera hacerlo mejor que quienes estaban en la pista y terminaba mi refresco de manzana en breves sorbos con la distinción del meñique apuntando al cielo.

A los 14 uno piensa que puede andar por la vida sin bailar cumbias, que puede sobrevivir en las calles de México sin Los Askis y divertirse en las bodas y quince años únicamente con la motivación de comida gratis y brincoteos torpes y atropellados en el Payaso de Rodeo.

Como suele ocurrir, el cambio llegó con la necesidad. Mi mejor amigo y yo nos enamoramos como adolescentes (o idiotas, que pal” caso es lo mismo; respecto a la condición primera, no a la segunda) de un par de hermanas que tenían por costumbre no sentarse jamás en las fiestas y, como las reuniones en su casa eran muchas, tuve que renunciar a mi orgullo roqueril adolescente y pedir a mi hermana que me enseñara a bailar.

En este país existen numerosas oportunidades de perfeccionar la técnica una vez que se han comprendido los rudimentos del baile y aprovechamos cualquier pretexto para sacudir polilla. Fiestas familiares, de pueblo, bodas, quince años, conciertos y hasta festejos callejeros llenan las agendas del mexicano promedio. 

Sin embargo, la verdadera prueba para el aficionado a la cumbia es también uno de los escenarios populares más pintorescos e interesantes de la expresión corporal: el sonidero.

La primera vez que me paré en una calle cerrada con gigantescas bocinas fue producto de la coincidencia, pues la colectiva en que viajaba a la casa donde me acababa de mudar se detuvo frente al obstáculo musical y el conductor nos dijo que hasta ahí llegaba pues no había modo de avanzar más. A regañadientes nos bajamos y empezamos a caminar para llegar a nuestros destinos.

Apenas algunos pasos después el poderoso y seductor olor a tamales me detuvo frente a una casa en cuya puerta una mujer acompañada por su hija repartían el manjar a los vecinos de la colonia. Seguramente al advertir mis ojos suplicantes la dueña de la vivienda, con amabilidad notable, me ofreció un par, verde y de mole. Tras darme el plato, con igual gentileza me dijo: “allá enfrente pase por su atole”. Tanta cortesía tenía que tener por respuesta la más abnegada obediencia, por lo que encaminé hacia el champurrado. 

Instalado en la banqueta, cómodo y con el hambre satisfecha, decidí comenzar la digestión en reposo mientras presenciaba la presentación del Supersonido Capricornio cuyo comienzo fue anunciado por la vibración del piso bajo mi cuerpo. Para entonces, apenas algunas familias y grupos se concentraban a orillas de la calle con restos de tamal en sus platos y atoles en sus vasos. Sin embargo, acaso una hora después, el sitio era apenas transitable y había que andar a empellones entre espectadores y cuerpos giratorios.

Me habré ido del lugar tres o cuatro horas después con los pies cansados y el aliento agitado. Con un par de charlas entretenidas además de un par de abrazos con besos.  

Antes de bailar cumbias me habría retirado del lugar. Seguido mi camino luego de bajar de una combi con la ruta obstruida. Me habría quedado sin tamales y champurrado. Sin entrar a uno de los tantos círculos con diámetro humano que se forman alrededor de parejas sudorosas, contorsionistas y llenas de aspecto lujoso. Habría terminado en cama y roncando antes de las once. Así era mi vida antes de bailar cumbias.

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