Tanto miedo tiene el ser humano al olvido, a desaparecer sin dejar rastro ni vestigio, lo que es distinto a morir (cosa que también le aterra), pues desvanecerse del mundo, de la memoria colectiva o individual, puede hacerlo aun con vida. Ser testigo de su propio olvido, o peor aún, artífice de él, es el gran monstruo bajo la cama.

Inventó, pues, “dejar huella”. Perpetuar su existencia con creaciones que disipen la duda, que le den la tranquilidad, certeza más bien, de haber existido. De saber que es y fue. Que vio y fue visto. Que estuvo con vida.

A propósito del regreso a clases del lunes pasado, recordé, entre otras cosas, las paletas de los pupitres en secundaria que daban cuenta de las declaraciones de amor, preferencias musicales, incipientes inclinaciones artísticas o simplemente las más básicas expresiones de la propia existencia: “Sergio estuvo aquí”. Palabras talladas en madera probablemente con unas llaves como herramienta o tal vez una que otra navaja contrabandeada en el plantel.

Encontrar estas formas de expresión es cosa corriente en mobiliario escolar o bancas de parque, por ejemplo; también son frecuentes en baños públicos, árboles y pencas de maguey. Salvo algunos directores de estricto perfil, nadie se sorprende ni espanta por la decoración estudiantil en bancas de escuela; pero ¿qué ocurre si encontramos mensajes similares en edificios que por su edad son considerados monumentos históricos y, por tanto, dignos merecedores de completa reverencia?

“Silvia TE AMO ATT Aquel q” la AMA”*

El filósofo Bolívar Echeverría, en su libro Modernidad y Blanquitud, menciona la necesidad que tenemos las personas de actuar fuera de un aspecto de la vida que denomina “mecanicista”, que comprende las actividades “necesarias” en las sociedades actuales, trabajar, por ejemplo. De modo que nos es indispensable, también, realizar actos que no obedezcan a una necesidad física o social, sino que sean una forma de expresión de un “yo libre”.

De esta forma, la “vandalización” del monumento se convierte en una declaración duradera de existir, incluso de amar, ser o sentir; de haber conocido y estar presente en un espacio estéticamente agradable o simbólicamente influyente que nos lleva a querer ser parte de la historia humana, y es que para eso se supone que son los monumentos, un intento más o menos efectivo de perpetuidad cuya sacralización depende, desde mi punto de vista, del tiempo transcurrido, pues el juicio estético o de valor social o histórico no es el mismo ante un “Te amo” plasmado en un edificio la tarde ayer que el mismo mensaje dejado por un adolescente del siglo XVII en otra pared y que probablemente ahora quisiéramos conservar bajo la justificación de un arbitrario valor histórico como vestigio de la vida cotidiana de una sociedad de siglos atrás.

No soy partidario de rendir pleitesía al monumento histórico ni de banalizar las formas de expresión las sociedades actuales. A fin de cuentas ambas son un producto humano que disfrutamos y revisamos con la intención de explicarnos como especie y la forma en que interactuamos con el mundo, con la naturaleza a la que fuimos arrojados.  

Para como están las cosas me es preciso aclarar algunas cosas a fin de evitar lecturas ramplonas y perezosas que inciten al conflicto. Primero: esto no es de ninguna manera promoción del vandalismo. Segundo: es un intento de explicar un fenómeno social que, como cualquier otro, goza de complejidad irreductible a “esto de aquí es bueno y esto de aquí es malo” (y que de ninguna manera el espacio aquí es suficiente para tal efecto). Tercero: considero indispensable reflexionar sobre la sacralización del monumento y el fetichismo de la construcción a la vez que se minimizan expresiones individuales o colectivas de sociedades recientes que obedecen y explican sus propias circunstancias.

“1984 20 de MAYO Viví”*

*Las tres frases citadas en este texto, incluida con la que lo titulé, las encontré talladas, no pintadas, en muros de la bóveda en un convento del siglo XVI.

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