Los culpables son otros. Los diferentes. Los distintos. Los que visten raro. Los que hablan otro idioma. Los de fuera. Los locos. Los jóvenes. Los que ya no tienen moral. Los intolerantes. Los ricos. Los rateros. Los que perdieron los valores. Los incultos. Los reguetoneros. Las mujeres. Los recluidos. Los migrantes. Los callados. Los antisociales. Los prietos. Los gamers. Los perdedores. Los flojos. Los padres. Las madres. Los sin trabajo. Los pobres. Los putos. Las putas. Los de la otra calle. Los indios. Los chakas. Los jodidos. Los religiosos. Los mochos. Los liberales. Los hombres. Los conservadores. Los vecinos. Los gringos. Los mexicanos. Los de Ecatepec. Los viejos. Los narcos. Los que no terminaron la primaria. Los políticos. Los policías. Los del PRI. Los ateos. Los judíos. Los hijos de la chingada que nos quitaron todo y que no somos nosotros. Nunca nosotros.

La hiperindividualización de la sociedad promueve la idea de que cada integrante es lo que es y tiene lo que tiene por sí mismo, por su esfuerzo, capacidad, acciones, habilidades, virtudes y decisiones. No importa dónde estés ni qué hagas, estás ahí por ti y por nadie más, ningún tipo de fuerza ni circunstancia exterior puede ni debe afectar lo que por tu cuenta eres o puedes ser. Asimismo, las dificultades o carencias que cualquier persona padece son también su responsabilidad; si no de origen, su persistencia deriva de la falta de iniciativa y ganas de “superarse”.

De esta manera, cada uno de nosotros se exime de responsabilidad colectiva; es decir, nada de lo que hagamos influye en lo que otra persona es o hace. Por eso, cuando nos enfrentamos a fenómenos sociales como la delincuencia, achacamos el problema a un defecto individual: “es ratero porque así lo quiere”; no es la pobreza ni la marginación ni cualquier otro aspecto ajeno a la persona, pues hay otras que bajo las mismas o similares condiciones eligen no cometer delitos. Así, pues, sacudimos las manos que pensamos limpias y decimos: “Es culpa del otro. Yo soy el bueno aquí”.

El pensamiento individualista también promueve la competencia. Competir contra otros por un puesto, una calificación, un premio, ¿para qué? Para ser el mejor. Para sobresalir entre la masa uniforme que amenaza con mediocridad contagiosa. ¿Qué hacemos con los rezagados? Que se rasquen con sus uñas. Y si no hay con quién competir hay que hacerlo con uno mismo: “supérate”, porque puedes ser mejor, aunque para definir “mejor” se suele entrar en dificultades.

La cultura de la competencia contribuye a la diferenciación social al proveer parámetros de comparación, los cuales implican la noción de que existen escalas de valor que diferencian una persona de otra. Con base en estos parámetros podremos decir quién es mejor o peor a partir de categorías como desempeño profesional, grado de escolaridad, número y valor de las posesiones, incluso las relaciones sociales son utilizadas para definir el éxito o fracaso de un individuo.

Contar con elementos que sirven para diferenciar a las personas bajo escalas de valor, por lo demás arbitrarias, provocan que la clasificación y exclusión del “otro” sea tarea sencilla, pues basta identificar los rasgos distintos para levantar muros con cimientos en juicios de valor que permiten señalar de inmediato a los responsables de cualquier fenómeno social nocivo.  

 

De igual manera la distinción brinda refugio ético y moral para deslindarse de cualquier responsabilidad social y colectiva. “No es mi culpa. Yo hago las cosas bien. El problema son los otros”.

Esperamos que la sociedad nos brinde satisfacciones como cuando celebramos triunfos de connacionales en el extranjero, como deportistas, científicos o artistas. Asumimos el carácter comunitario cuando tenemos la posibilidad de establecer un vínculo con aquellos “ganadores”: “a huevo, somos mexicanos”. En contraparte, cuando la conducta es condenada por las leyes o la opinión pública, entonces volvemos a nuestra trinchera individual moralmente superior: “Yo nunca haría eso. No soy como él”. 

El fenómeno es complejo. Por supuesto que las decisiones y el carácter individual contribuyen a la construcción de las circunstancias personales. Sin embargo, tan insensato es descartarlo como asumir que la sociedad poco o nada tiene que ver con ellas.

Acciones personales pueden contribuir a la solución de problemas sociales y complejos; no obstante, el esfuerzo individual es fútil en tanto nos empecinemos en mirar al “otro” desde la diferencia en lugar de las similitudes y lo responsabilicemos por las dificultades. Asumirnos como colectividad es el primer paso para enfrentar con posibilidad de éxito la violencia, corrupción y otros tantos padecimientos reconocidos.

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