¿Cuál es la vestimenta mexicana? Recuerdo que preguntaba a los alumnos de secundaria y preparatoria a quienes alguna vez impartí clases, como parte de una lección cuyo tema ahora no recuerdo. Las respuestas eran relativamente variadas, pero la mayoría tenían algunos puntos en común entre los que se asomaba la generalidad. Vestidos coloridos, sombreros, sarapes y pantalones de manta eran elementos recurrentes entre las palabras de los estudiantes; nunca faltaron quienes mencionaran el traje de charro.
Tras escuchar todas las respuestas les pedía que se miraran entre sí, incluso que se asomaran por la ventana y que dijeran si es que alguna persona portaba un elemento de los que ellos mismos mencionaron. “No”, respondían. “¿Es que ustedes no son mexicanos?”, volvía a cuestionarlos. Se miraban entre sí y luego respondían que sí, pero que eran diferentes. La siguiente pregunta derivaba en una charla más amplia, que era el objetivo de la sesión, ¿en qué estriba, pues, la diferencia entre los mexicanos?
Es fácil comprender por qué los jóvenes estudiantes mencionaban elementos como los descritos como parte de la vestimenta mexicana, pues todos ellos son parte de la identidad nacional que se ha construido desde las primeras décadas del siglo XX, en las postrimerías del movimiento revolucionario. Este perfil de lo mexicano que se inculca principalmente a través de la educación pública, recupera características de distintas comunidades en el país para conformar una unidad diversa que los habitantes puedan reclamar como propia, aunque en realidad compartan muy poco (en muchos casos solo haber nacido de manera fortuita en los mismos límites político-territoriales) con dichas comunidades.
En el siglo XIX el ideal para la construcción de lo mexicano se encontraba en el lado europeo de la familia: nuestro vínculo español. Sin embargo, después de la Revolución la intención fue trasladarnos al polo opuesto y voltear hacia el lado materno: lo indígena. Así que muchas de las características que ensalzaron fueron tomadas de pueblos originarios y reclamadas como de uso y propiedad de toda la nación. De modo que nos enseñaron que tan mexicanas son las tradiciones y características de los rarámuri del norte del país como de los zapotecos del sur y tantas más comunidades en México.
De esta manera, en la escuela nos dijeron que teníamos que sentirnos orgullosos de lo indígena, de su cultura y tradiciones, de su comida y vestido, porque era lo que nos identificaba y que, por lo tanto, nos diferenciaba de los demás, de las otras naciones. Nos dijeron que es lo “nuestro”, pues. Sin embargo, históricamente esta parte de la identidad mexicana ha sido buena únicamente como estandarte superficial de identidad. Bandera de la diversidad, colorida y artesanal, que poco vínculo guarda con la forma en que nos relacionamos con los pueblos que dieron origen a esas formas de expresión y cultura.
¿Y a cuenta de qué viene todo este monólogo? A inicios de esta semana concluyó el festival de la Guelaguetza en Oaxaca, tradicional evento que pretende celebrar la cultura del estado y la riqueza de los pueblos indígenas en la demarcación. En el evento de clausura, las televisoras enfocaron el palco en el que se encontraban autoridades de la entidad, como el gobernador Alejandro Murat Hinojosa, junto con invitados especiales, encabezados por Beatriz Gutiérrez Müller, esposa del presidente mexicano.
La escena es una pintura de contraste. No solo por las diferencias que saltan a la vista entre integrantes de las autoridades y aquellos a quienes celebran, sino por aquellas enormes que subyacen en la relación entre el poder y los pueblos indígenas, especialmente en uno de los estados más pobres del país.
Desde el privilegio, no solo de la clase política, sino de los integrantes de las clases más o menos acomodadas, solemos tener una postura de apropiación y paternalismo: “nuestros indígenas”, solemos decir sin reparar en los significados. Vemos a los pueblos originarios como sujetos de apropiación que nos sirven de cimiento para sostener la identidad mexicana; sin embargo, cuando termina la fiesta, los devolvemos al lugar que les asignamos en la cotidianidad social: la exclusión y el rezago. “Vayan y sean indígenas a otro lado, dense una vuelta el próximo año”.
