El anuncio promete crear comunidad. En él hay un grupo de personas. Sonrientes, parecen disfrutar el espacio, sus cosas, la compañía y sus vidas. En resumidas cuentas, son felices. Ese es el gancho, la promesa de una vida feliz a partir de pertenecer a una comunidad X o Y cuyo boleto de acceso está, por supuesto, a la venta.
El ser humano es de carácter gregario. El buen salvaje imaginado por Rousseau es eso, producto de un ejercicio ficticio que no corresponde con la naturaleza concreta de las personas que por distintas razones tenemos la necesidad (acaso el gusto) de formar grupos, de pertenecer a una comunidad que además de ayudarnos a satisfacer nuestras necesidades básicas, secundarias y terciarias, nos dota de la identidad sin la cual nos sentimos extraviados en este mundo.
De manera sucinta y elemental podemos definir las comunidades como grupos de personas que comparten características o intereses comunes y que, a partir de ellos, generan identidad bajo la que se asumen como un conjunto que trabaja por el bienestar común, así, en conjunto. Este es, al menos, un ideal de comunidad. Aunque también es cierto que así como se busca el bien de manera colectiva, también nos jodemos la vida entre todos, empujados por la necesidad, o por el puro gusto.
La dificultad que tienen algunos sectores de las sociedades urbanas, específicamente aquellos que cuentan con algún nivel de estabilidad económica para encontrar elementos de arraigo, ha sido bien aprovechada por las compañías que sin demora ofrecen oportunidades de adquirir pertenencia. ¿Te sientes solo? ¿No sabes quién eres? ¿Sientes que no perteneces a nada? Ven y compra una identidad. Esto dirían los anuncios si el cinismo ayudara a vender.
La semana pasada internet reaccionó a la oferta de espacios en renta en la colonia Roma de la Ciudad México. Cómodas habitaciones individuales cuyos inquilinos podrán disfrutar de áreas comunes gracias a las cuales podrán formar comunidad con otras personas que las habiten. Además de la lluvia de memes que acompaña cualquier tema tendencia, el fenómeno fue revisado desde aristas varias.
Por ejemplo, la forma en que el capitalismo rampante de la Ciudad de México oculta la descontrolada gentrificación capitalina al hacernos creer que la transformación de los espacios se debe al interés en formar comunidades urbanas (de hombres y mujeres blancos, emprendedores, de entre 20 y 40 años con la solvencia suficiente para costear los 11 mil pesos, mínimo, solicitados por un cuarto sin baño propio: “Friends en la Roma”, podría ser un eslogan), en vez de decirnos que en realidad la gente ya no cabe y los sueldos son insuficientes para que la gran mayoría de las personas imagine siquiera comprar un sitio decente dónde vivir en la ciudad más grande del mundo.
El proceso de gentrificación, además, deriva en lo que en realidad siempre ha ocurrido en la Ciudad de México desde su fundación: la exclusión de aquellos que por angas o mangas quedan fuera del sector dominante. En la época novohispana, por ejemplo, indios, negros, mestizos y derivados no podían habitar el sitio donde trabajaban, pues la ciudad estaba reservada para peninsulares y criollos. De modo que los marginados debían volver a sus hogares en la periferia al finalizar sus jornadas. Situación que, si nos ponemos a pensar, poco se ha modificado en 500 años, pregúnteles a los de Ecatepec, Chalco, Ixtapaluca y similares.
De igual manera podemos advertir un fenómeno de comunidades de consumo, con cimientos en la frágil condición de compartir un objeto adquirido económicamente, es decir, formas parte del conjunto en tanto te alcance para comprar la mercancía que ya poseen aquellos de los que quieres ser parte. Todos quisiéramos estar en el anuncio.
Estas comunidades construidas desde el consumo podrían tener poca relación con aquellas estructuradas con base en similitudes principalmente sociales y culturales. Las vecindades con las que internautas (¿todavía les dicen así o ya soy muy viejo?) compararon el modelo del coliving, me parece un buen ejemplo de esta distinción entre comunidades de consumo y las que guardan estrecha relación de pertenencia a partir de sus características compartidas.
La identidad de unos y otros tiene origen y estabilidad en suelos distintos. Si de pronto te corren del trabajo y pierdes la solvencia económica que te permitía pagar 14 mil pesos por un cuarto, inmediatamente quedas fuera de la comunidad; lo mismo ocurre si encuentras un mejor trabajo y puedes costear un piso en la Condesa. Las comunidades de consumo están diseñadas para ser móviles. En cambio, si te corren del trabajo y vives en una vecindad no dejas de pertenecer a la comunidad porque vives con tu tía o tu primo o tu hermano. Porque tienes otro trabajo por las noches con el vecino con el que creciste en la misma colonia o porque llevas tantos años ahí metido y conoces a todos tan bien que nadie te va a echar a la calle.
Para como vamos, el fenómeno continuará, habrá más gente y menos espacio. Los que puedan pagar se quedarán en la (in)comodidad de la ciudad. Los que trabajen para ellos tendrán que viajar dos o tres horas para llegar. Nadie querrá salir de ahí. En tanto, seguimos sin entender otras comunidades, las indígenas, por ejemplo, sobre las que aún nos cuestionamos por qué carambas no quieren vivir como la gente civilizada.
