Mi padre es de esas personas acostumbradas a trabajar y que no pueden estar quietas ni siquiera por un par de horas sin comenzar a tener ansiedad porque seguramente hay un trabajo que los está esperando, ya laboral, ya doméstico. Si llegamos a verlo tumbado en el sillón por más de media hora hay preocupación y le preguntamos si le ocurre algo, tal vez alguna enfermedad, aunque casi nunca las padece, será porque siempre tiene algo que hacer y no tiene tiempo para malestares ni achaques.

A pesar de eso, recuerdo que los domingos llegábamos a pasar algunas horas sobre la cama y frente a la televisión por dos razones: futbol y lucha libre. La primera me dejó como herencia una afición a las Chivas que con los años se ha debilitado, principalmente por mi desencanto creciente para con el pambol nacional, aunque aún veo algún partido de vez en cuando, pero, para ser honesto, mi afición comenzó su declive cuando Ramón Ramírez se puso la del América. El mundo ya no tenía sentido. 

En cambio, mi gusto por la lucha libre fue siempre mayor y ha sido más duradero. Los recuerdos de estar sentado junto a mi padre viendo a una generación de oro del pancracio nacional conservan aún todos sus nombres y colores: Ángel Azteca (mi favorito), Roberto Gutiérrez Frías “El Dandy”, Daniel López “Satánico”, El Espectro, Blue Panther, Fishman, Pierroth, Emilio Charles Jr., Ringo Mendoza, Los Hermanos Dinamita, Apolo Dantés, Vulcano, Pirata Morgan, Andrés Richardson “Sangre Chicana”, “El Puma” Jerry Estrada, Fuerza Guerrera, Rayo de Jalisco, Atlantis, Lizmark, Súper Astro, Los Brazos, Los Villanos, Black Magic, Vampiro Canadiense, entre muchos otros, incluido, por supuesto, Pedro Aguayo Damián, “El Can de Nochistlán”, “El Perro” Aguayo.

Las tardes junto a mi padre eran de llaves y costalazos. Mientras estábamos en cama viendo las luchas, no faltaba que lo sorprendiera con algún vuelo desde la cabecera o con un candado al cuello, tampoco con el movimiento insignia de El Perro, su famosa lanza al abdomen de los contendientes.

Juntos vimos cuando El Perro le arrebató la incógnita a Konnan, el joven cubano de reciente ingreso al Consejo Mundial de Lucha Libre. También cuando dejó pelón a Sangre Chicana o los encuentros memorables que el de Nochistlán tuvo con los Los Dinamita: Cien Caras, Máscara Año 2000 y Universo 2000. 

Cuando acompañaba a mi padre a la central de abastos había un puesto de máscaras que vendía también el distintivo inolvidable de la leyenda, las famosas botas peludas que años después adoptaron mujeres para la época de frío. El can era también, pues, un adelantado de la moda.

Posteriormente, El Perro tendría un sucesor que siguió sus pasos de manera digna, con entusiasmo, trabajo y una mezcla exitosa y bien preparada de la vieja escuela con la espectacularidad de la lucha libre moderna: Pedro Aguayo Ramírez, quien falleció sobre el ring el 21 de marzo de 2015.

Pedro Aguayo Damián es para mí recuerdo de mi infancia, de los domingos, de mi padre y de la mejor lucha libre del mundo con los mejores personajes, los de a de veras, los que tenían las huellas de las batallas en el cuerpo, como Satánico, Pirata Morgan, Villano III o el propio Perro, heridas inconfundibles del gran espectáculo mexicano. 

Cuando era niño no sabía lo que era la Marcha de Zacatecas ni sabía nada de su autor ni origen. Con la pena y con perdón de su autor, el zacatecano Genaro Codina, aún hoy, cuando la escucho retumbar en mis oídos, sigue sin ser la Marcha de Zacatecas: “Escucha, es la de El Perro Aguayo”.

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