Hace unos días encontré una publicación en la que algunas personas hicieron referencia a la personalidad del mexicano (si es que tal cosa puede ser definida de alguna forma concreta y sin el error de la caracterización general y ramplona), específicamente de nuestra proclividad sin límites a la pachanga, pues “hasta de la muerte nos reímos”, decían.  

Tal afirmación es bastante conocida y al respecto coinciden muchos; incluso, trasciende las líneas imaginarias que nos gusta llamar fronteras, pues cosa común es también que en el extranjero digan que los mexicanos hacemos fiesta con la muerte y que, como si fuera tía de edad contemporánea: nos cae en gracia.

Mi familia hace pan de muerto. Es tradición desde que tengo memoria. Poco antes de noviembre mis padres salen y vuelven con harina, huevo, manteca, canela, guayaba, naranjas, levadura, azúcar y ajonjolí, todo en grandes bolsas porque la familia crece cada año y hay que preparar para todos. 

Además, por esas fechas mi padre adorna su casa. En cajas de plástico guarda esqueletos, papel picado, calaveras, catrinas, brujas, fantasmas y calabazas, sin rechazo al sincretismo cultural. Al final, apenas queda espacio en blanco. Lo mismo hace en Navidad y el 15 de Septiembre, aunque con colores y adornos distintos; no vayan a creer que en casa de mis padres uno anda comiendo pozole con calaveras de azúcar de postre.

Esas tradiciones familiares han hecho que disfrute Día de Muertos más que cualquier otra festividad en el año, y lo mismo, supongo, ocurre con muchos otros mexicanos. Es probablemente la celebración más representativa del país y por eso dicen (y nos decimos) que los mexicanos se ríen y celebran la muerte. Aunque nuestras palabras suenan cada vez más a un desesperado y frágil intento de convencimiento.

Por lo que he visto, en México nadie ríe de la muerte, al menos no de la propia ni de las personas que uno conoce. A esa se le llora y teme, y se hace con ganas. En cuanto a los otros, esa es diferente, esa sí da risa. La ajena, la desconocida, la lejana. La que aparece en televisión y se convierte en espectáculo. La que nos brinda superioridad moral. La que nos reconforta por que no somos nosotros y nos recuerda que seguimos aquí.  

La muerte menudea en este país. En México te mueres de un tiro en la cabeza porque no quisiste darle tu celular a un adolescente de 14 años cuando te lo exigió mientras sus compañeros asaltaban el autobús en que viajabas. Te mueres tendida en la calle porque te dio de un derrame en el Metro y pensaron que estabas ebria y por eso a nadie le importaste.

Te mueres porque te enfermaste y no tienes para pagar medicamento costoso o porque tu exnovio creyó que eras su propiedad y te apuñaló luego de verte salir con otro hombre. Te mueres porque escuchaste que regalaban gasolina y llevaste un bidón para juntar un poco o te mueres colgado del letrero de un banco porque no tenías dónde vivir.

Estas, las que leímos, las que vimos en un video de internet, las que nos contaron en la oficina o vimos en las noticias de la mañana mientras comíamos huevos con jamón son las muertes de las que reímos para luego decir que el mexicano celebra y ríe con la muerte.

A pesar de que vivimos con ella, parece que no es la muerte lo que hace gracia al mexicano y por lo que nos gusta hacer fiestas. ¿De qué nos reímos entonces? ¿Qué es lo que nos hace gracia? ¿La muerte? ¿Los otros? ¿La desgracia ajena? Parece más bien risa nerviosa, adolescente, la que sale porque no sabemos qué hacer ante lo que desconocemos.

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