En la mesa hay cuatro hombres que hablan sobre el tema del día: la despenalización del aborto. “¿Cómo puede un grupo de hombres blancos discutir un asunto que trata específicamente de las mujeres y la autoridad sobre sus cuerpos?” Es el principal reclamo vertido en internet. Hay otros, que consideran inocua y hasta necesaria la intervención de los varones en la polémica. Acuerdos: ninguno; de eso no hay en redes sociales. 

La interrupción legal del embarazo es parte de una lucha feminista que busca reivindicar el derecho de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos y ha sido motivo de disputas y anécdotas varias, como la mesa organizada por el programa Es la Hora de Opinar con la que inicié este texto, o la declaración de la senadora por Sonora, Lilly Téllez, quien estalló contra los “trapos verdes” porque no le gusta que le achaquen posturas ajenas, dijo.  

El debate, pues, entre otras cosas (pospongamos ahora el que habla de un segundo ser vivo) tiene que ver con la intervención que sociedad y Estado ejercen sobre el cuerpo de las mujeres (y no solo de ellas), a través de la construcción de leyes, políticas públicas y prácticas sociales.

Algunas preguntas al respecto: ¿Pueden los hombres opinar sobre el aborto? ¿Sobre el cuerpo de las mujeres? ¿En qué casos? ¿Por qué sí? ¿Por qué no? Si no, ¿quién o quiénes sí pueden? ¿Puede la sociedad en conjunto? ¿El Estado?

Si la respuesta es que sobre el cuerpo de las mujeres opinen y decidan las mujeres, ¿puede la mayoría decidir sobre el cuerpo de una?, ¿puede una opinar o decidir sobre el cuerpo de otra?, ¿o solamente se opina y decide sobre el propio cuerpo?

Estas últimas preguntas derivan de la suposición de que el debate por el aborto sea dirimido a través de las representantes en el Congreso o por medio de una consulta ciudadana femenina, si gana una mayoría que concuerde con lo expresado por la senadora Lilly Téllez, quien busca penalizarlo, ¿sería legítimo?

El aborto no es el único ejemplo de la injerencia del Estado en la decisión sobre los cuerpos de las personas; sin embargo, la oposición de las mujeres sí es bastante más adelantada que la de otros sectores (especialmente de hombres), asumo que debido a la necesidad de recuperar la autoridad sobre sí mismas que históricamente les ha sido enajenada.

Pienso, por ejemplo, en la donación de órganos. En abril del año pasado, el Senado aprobó modificaciones para regular la donación de órganos de modo que prácticamente todos los ciudadanos fueran donadores a menos que expresaran lo contrario ante las autoridades competentes. Así, en caso de muerte, los médicos podrían disponer de los órganos de una persona si esta no manifestó su negativa al respecto.

Al final, la iniciativa fue congelada algunos días después por la Cámara de Diputados en espera de las adecuaciones que les parezcan convenientes. Sin embargo, cuando la discusión se dio a conocer, recuerdo haber percibido una aprobación general hacia la propuesta.

La mayoría de las reacciones que encontré respaldaron la iniciativa (incluyéndome) sin reparar en que el Estado dispondría de los cuerpos de sus ciudadanos con todo lo que ello implica.

Otro caso es la eutanasia, una polémica que es de carácter mundial y que también divide opiniones. ¿De qué va? Pues que el Estado (otra vez) regule la posibilidad de una muerte digna para enfermos crónicos o terminales. En este caso, si el Estado prohíbe la práctica, una persona enferma no tiene el derecho de realizar lo necesario a su cuerpo para terminar su vida.

La oposición a propuestas que promueven mayor libertad y autonomía de las personas sobre sus cuerpos tienen origen, en parte, en nociones de carácter moral y religioso. El argumento más frecuente es la defensa de la vida. En ese sentido, algunos detractores de las iniciativas aseguran que toda vida es “sagrada” y, por tanto, debe respetarse y evitar cualquier tipo de atentado contra ella, aun cuando la amenaza sea su propio dueño.

Por otra parte, quienes apoyan las modificaciones sociales y legales reclaman el derecho a decidir sobre sí mismos. Cada quién debería ser su propio dueño, de forma integral, cuerpo y mente, y hacer consigo lo que le plazca.

Entonces, si el Estado ejerce control por medio de reglamentos sobre el cuerpo de sus ciudadanos, ¿es legítimo ese control? ¿Así es como debe ser? ¿Es por el bien de la sociedad y los individuos?

Las respuestas deberán ser específicas y atender los casos por separado; sin embargo, las mujeres, vanguardia en el tema, ya colocaron la discusión sobre la mesa e invitan a reflexionar y exigir la reivindicación del cuerpo frente a su apropiación por parte de sociedad y Estado. 

Al final, cabe preguntarnos: ¿quién debe decidir?

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