El 8 de marzo se conmemora el Día Internacional de la Mujer, en memoria y repudio de aquel terrible incendio sucedido en la Nueva York de 1857, donde 123 trabajadoras murieron atrapadas en una fábrica, debido a las malas condiciones y la negligencia total de los dueños.

Actualmente, con la distancia histórica y geográfica, en otras latitudes este día se le ha entendido como un anexo o prolongación del Día de las madres, se les pretende “festejar”, dándoles rosas y agradeciendo su ternura, cuidados, calidez y hermosura. 

Siempre en la clave de que la valía femenina está en dos cosas: la parte referente a las formas estéticas y atrayentes de sus cuerpos y la capacidad que tienen (y deben desarrollar): tener hijos y después dedicarse devotamente a su cuidado. 

Gracias a los esfuerzos feministas, aquellos que son plenamente tomas de conciencia desde la experiencia misma de ser mujer y también los acercamientos teóricos, se ha puesto de manifiesto la diversidad que hay entre ellas mismas, no todas quieren o pueden ser madres, no todas cumplen con los estándares que demandan los canones de belleza y siguen siendo mujeres.

Con mayor sensibilidad, conocimiento y responsabilidad, los eventos surgen por todas las ciudades: ponencias, talleres, cursos, foros, conversatorios, proyecciones cinematográficas, manifestaciones artísticas, rodadas, marchas y tomas de lugares públicos.

Ante todo este panorama nosotros como hombres nos preguntamos: ¿cuál es nuestro lugar en esto? ¿Y qué debemos hacer? 

Desde mi postura los hombres no podemos ser feministas, porque se trata de algo que se debe vivir y nosotros, por más sensibles y empáticos que seamos, tenemos impedida la experiencia de ser mujeres. 

Y justo este querer tener el protagonismo es peligroso, porque las que tienen que ser vistas deben de ser ellas, no otra vez nosotros, porque a los hombres nos han volteado a ver siempre, de hecho el poder hablar en público es un privilegio masculino.

Que un hombre quiera ser feminista es otra vez robar o apropiarse de una lucha que no empezamos nosotros, es adueñarse de un movimiento y querer validarlo desde la lógica masculina, cuando evidentemente nace desde ellas y por lo tanto debe de ser llevado por mujeres.

El término “aliado” puede ser más adecuado, porque habla de una distancia: es amigo, pero sigue siendo otro, nunca es parte de la identidad o la pertenencia. 

El llamado que le hago a los hombres (y a mí mismo) es que siempre preguntemos en los eventos si son para mujeres y no nos sintamos aludidos o lo tomemos personal si así lo son, hay espacios que son sólo para ellas, nosotros tenemos muchísimos lugares así y no habla de exclusión, ni nada similar. Son sitios seguros y ya.

Sin van a las marchas, preguntar si hay un contingente de hombres, que siempre debe ir a atrás, por las razones expuestas anteriormente, debemos eliminar nuestro afán de querer validar o evaluar sus acciones, aún si nos interesa genuinamente la causa, debemos mantenernos siempre al margen, ser prudentes y respetuosos. 

Pero siempre, en la posición más autocrítica (y necesaria) debemos hacernos sinceramente las siguientes preguntas: ¿por qué deseamos ir realmente a marchar? ¿Cuál es nuestro motivo? 

Recordar que un aliado es un amigo, pero jamás aquel ideal del príncipe azul que va a cuidarlas y a rescatarlas de todos los males. 

Si de verdad como hombres queremos cambiar las cosas, empecemos por abandonar también el paternalismo, que es otra cara del machismo. 

Comencemos por nuestras mismas relaciones y prácticas, aún para los más conscientes, siempre debemos revisar lo que estamos haciendo, las líneas son muy delgadas y las estructuras tan viejas, que nos aún las buenas intenciones pueden esconder viejas fórmulas de prejuicios y formas de control.

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