“Hasta mañana”, decimos mecánicamente. “Nos vemos al rato”, formalidad de quien se despide a sabiendas que, en efecto, volverá a ver a la persona en cuestión: mañana o al rato. Hasta parece insensato contemplar la posibilidad contraria. 

El viernes 21 de septiembre de 2018, la madre de Carla Donají Téllez Valdéz habló por última vez con su hija, a quien vería ese mismo fin de semana porque la joven acompañaría a su hermana menor a un evento en Zempoala, Hidalgo.

Desde septiembre del año pasado, 12 personas cortaron comunicación con sus parientes cuando llegaron a Huichapan, Hidalgo, con la intención de acudir a una fiesta a la que nunca llegaron. 

Desde entonces, sus familiares van y vienen, gastan zapatos y esperanzas en visitar a las autoridades que responden a sus súplicas de información con la oración sucinta: “Siguen las investigaciones”; aunque también hay las más descaradas, como: “Mejor vayan buscando por otro lado”.

Y eso hacen: recorren calles, casas, carreteras; preguntan, investigan, buscan sin cesar una pista que los acerque a su familiar. Como ellos, cientos, miles de madres, padres, hermanos y demás seres queridos, esperan con las manos entrelazadas por la angustia a sus desaparecidos. 

La incertidumbre es cotidianidad en México y ante la falta de capacidad e interés de las autoridades para localizar a los extraviados, ya no digamos para evitar su desaparición, cada quien se rasca con sus uñas. 

Por tal razón, a través de redes sociales, organizaciones, empresarios, comerciantes y particulares ofrecen todo tipo de ayuda para prevenir más casos, especialmente por desaparición de mujeres.

“¿Te sientes en peligro? Acércate a cualquiera de nuestras sucursales, con gusto vamos a ayudarte. No estás sola, estamos contigo”. Se lee en publicaciones de negocios en distintas ciudades del país.

Colectivos feministas se cansan de emitir recomendaciones para víctimas y testigos. Porque tal parece que en este país es necesario mirar por encima del hombro, con sospecha y alerta permanente. Necesitamos, pues, un manual para mantenernos con vida. Instrucciones para sobrevivir en México, escribiría tal vez Jorge Ibargüengoitia.

En tal texto ficticio, probablemente él señalaría la doble desgracia de las víctimas. Quienes, por si la tragedia de caer en manos de los depredadores fuera poca cosa, además tienen que sufrir el escarnio público de quienes las responsabilizan por su desdicha. 

“¿Qué hacía tan noche y sola en la calle? Seguro andaba en malos pasos. Quién sabe con quién se metía. ¿Pues no sabe que uno tiene que cuidarse? No debió traer ese teléfono. ¿Para qué carga tanto dinero?”, entre otras joyas de la empatía nacional que menudean frente a los casos que ocurren a diario. 

De entre voces semejantes aparecen propuestas como la que emitió Ana Miriam Ferráez, diputada local de Veracruz por Morena, quien dijo que tal vez sería buena idea un toque de queda para las mujeres. Ya saben: porque el mundo es muy peligroso y es mejor que estén guardaditas, pues si salen, es bajo su responsabilidad.

Implementar acciones desde la sociedad civil es indispensable para mantenernos seguros; sin embargo, también lo es exigir a las autoridades que cumplan con su trabajo, más aún cuando desde las instancias encargadas de atención a víctimas acusan frecuentes abusos y maltratos, especialmente contra los familiares que, desesperados, insisten en saber de las acciones que realizan para hallar a sus desaparecidos.

Por último, también es necesaria un poco de empatía, de solidaridad entre la gente. Porque lo único que no necesitamos ante las circunstancias es un México ausente, ajeno, indiferente al dolor de quien espera a orillas de la cama a quien despidieron ayer con la certeza de que lo volverían a ver. Hasta mañana, ¿cómo pude ser de otra forma?

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