Los seres humanos somos animales especiales y por especiales no quiero decir que seamos mejores, simplemente que en algunas cosas somos diferentes.
Por mucho tiempo se creyó que lo que marcaba la línea divisoria era nuestra desarrollada capacidad racional, que casi todo el tiempo se queda en potencialidad: algo que puede ser, pero que de hecho aún no es.
Si bien es cierto que tenemos conciencia de las cosas y de nosotros mismos, dichas inquietudes y saberes lejos de acercarnos a la plenitud o la felicidad, nos han causado dolor, preguntas filosóficas como: ¿quién soy yo? ¿Para qué estoy aquí? ¿A dónde voy? ¿Cuál es el propósito de todo esto?
Entonces la racionalidad que tanto hemos presumido, lejos de traducirse como un pleno desarrollo lógico, coherente y con axiomas, es una conciencia, casi todo el tiempo, dolorosa.
Y en este tenor hay un evento natural del que hemos creado muchísimos sentidos e interpretaciones, tenemos conciencia de la muerte, sabemos que esto que conocemos (y cómo lo conocemos) un día se acabará para nosotros.
El filósofo Mircea Eliade se dedicó mucho tiempo a investigar el pensamiento religioso y mágico de los primeros grupos humanos, misión nada sencilla porque el objeto de estudio ya no estaba presente.
Una de las preguntas angulares de su investigación fue: ¿por qué estos hombres practicaban los entierros? Por largo tiempo se asumió que se hacía con fines de salubridad, evitar que se cubrieran de moscas los cadáveres o que llamaran la atención de los animales carroñeros. Los más aventurados sugirieron que fue por una cuestión casi estética, de ocultar a los ojos de los vivos el fuerte proceso de descomposición que sufre un cuerpo muerto.
Eliade se preguntó por el sentido de enterrarlos boca arriba, sin quebrar ningún hueso y de hecho conservando todo el esqueleto, sobre todo pensando en lo espaciosos que son y que quizás sería más práctico encontrar la manera de compactarlos.
Lejos de descubrir una premisa racional, se encontró con un sentido que responde más a algo metafísico o hasta imaginativo, una intuición primitiva, en la que se cree que un día el cadáver se rellenará de carne otra vez y se levantará de la muerte, por eso había que enterrarlos así y de manera completa, para que pudieran salir.
El filósofo rumano encuentra en muchas tradiciones posteriores y distantes concepciones parecidas, por ejemplo en la cristiana, donde la resurrección prometida no sólo es la del alma, también es la del cuerpo.
En culturas como las mesoamericanas, donde las cosmovisiones responden a ciclos (en tanto que se repiten) y no a teleologías (con principios y fines), parece claro que la muerte se entienda como un proceso inevitablemente natural, por lo que no encierra acepciones tan trágicas, pues no implican el aniquilamiento total de la persona.
Antes de la conquista, en estas regiones no habían conceptos como el cielo o inferno (con sus cargas morales, de castigos y premios), aquí se creía que todos los muertos se iban a la parte inferior de la tierra, siendo divididos no por su comportamiento, sino por la práctica laboral que tuvieron en vida o la manera en la que sucumbieron.
En este contexto nace el culto a los muertos, no como una conmemoración triste, angustiosa, siniestra o terrible; al ser el deceso algo de lo más natural y además verla inserta en un ciclo, sólo será un paso más en el transitar, una nueva aventura para el fallecido.
Ya con la violenta mezcla (que casi siempre fue imposición) de culturas, con la categoría cristiana de la inmortalidad del alma se hace más fuerte la idea de la posibilidad de un regreso temporal a esta vida, aunque sea ya sin cuerpo. Visitar al plano que han dejado atrás, para convivir con los que se han quedado, compartiendo alimentos y ofrendas.
Así para nosotros el día de muertos es una fiesta y no un luto, se convierte en el encuentro alegre entre vivos y fallecidos.
Son sentidos, maneras originales y propias de entender al mundo, que si bien parten de intuiciones metafísicas o narrativas imaginativas, que muchas de las veces se apartan de lo estrechamente lógico o racional, hacen muchísimo más completa y compleja nuestra experiencia del mundo.
Sugiero entonces para los habitantes de la ciudad del viento y del mundo en general, dejarse encantar en estos días y recomiendo sumergirse en estas festividades, visitando nuestra entrañable Huasteca hidalguense, donde se celebra el Xantolo, conservando muchos de sus elementos tradicionales.
