Periodista: “¿Cuál considera el peor día de su vida?”.
Princesa Diana: “Es obvio el día de mi boda”.
Cuatro mil policías y 2 mil 200 oficiales militares se vistieron de gala para contener el entusiasmo de 2 millones de personas que se apiñaron para ver el espectáculo llamado: “La boda del siglo”.
Era el 29 de julio de 1981. Diana Frances Spencer y el Príncipe Carlos, heredero al trono de Inglaterra, enlazarían sus destinos frente al altar de la Catedral de St. Paul, en Londres.
En el mundo, 700 millones de televidentes seguirían el trayecto del carruaje de cristal en el que se desplazaba la encantadora novia que estaba por convertirse en la Princesa de Gales.
Ella tenía 19 años y Carlos, 32.
De ahí en adelante, la vida de Diana sería consignada paso a paso por los fotógrafos, que ávidos, la perseguirían por todo el mundo y hasta su muerte. Había surgido la mujer más retratada de la historia.

Al principio, la familia Real celebró con alegría la llegada de la nueva integrante: era bonita, joven, ingenua, encantadora y virgen. Además con antelación se le habían practicado las pruebas para verificar su fertilidad y todo indicaba que la elección era más que la adecuada.
Diana Spencer les traería sucesores sanos e indispensables para perpetuar el trono de la dinastía de los Windsor.
Por si fuera poco, la ex maestra de kínder había encendido los reflectores para iluminar a una monarquía que estaba anquilosada por sus personajes grises y por el peso de los siglos de inmutables tradiciones. Ese bombazo de oxígeno, elegancia, glamour y carisma había despertado del aburrimiento a sus súbditos y los había conquistado: ¡La Corte está de fiesta!
A pesar de los vítores y beneplácitos para celebrar a la nueva pareja real, había ciertas pistas que no auspiciaban alegría imperecedera. Cuando entrevistaron a Diana y a Carlos antes de la boda, les preguntaron si estaban enamorados, Diana, sin pensarlo ni un segundo, entusiasta contestó: “¡Por supuesto!”. En cambio Carlos contestó con ambigüedad: “Sí, lo que sea que signifique estar enamorados”. Supongo que esa respuesta resultó inquietante para la futura Princesa.

Efectivamente lo que parecía dicha pronto se tornó en desilusión. En la luna de miel, Diana descubrió que el amor de Carlos de Inglaterra no llevaba su nombre sino el de Camila Parker Bowles, “la gangrena que envenenó nuestro matrimonio”, diría la Princesa tiempo después.
Al descubrir el engaño Diana enfermó de bulimia y depresión, pero no se rindió. Trajo al mundo a dos descendientes para la Corona Británica: Guillermo y Enrique. Pero sí se rindió a los celos y confrontó a Camila en una fiesta: “Sé lo que está sucediendo entre tú y Carlos y sólo quiero que lo sepas. Lamento estar en tu camino, debe ser un infierno para los dos, pero no quiero que me traten como a una idiota.
Camila le contestó: “Tienes lo que siempre has querido, todos los hombres del mundo están enamorados de ti y tienes dos hijos hermosos de Carlos, ¿¡qué más quieres!?”. Diana cerró la conversación diciendo: “Quiero a mi esposo”.

Para compensar su frustración amorosa, Lady Di se involucró en varias causas con fines humanitarios. Los ojos del mundo seguían con un desmesurado fervor e interés sus actividades. Lo que no se sabía es que la Princesa sonreía en público y lloraba en privado.
Con los años, la relación de los príncipes era tan desastrosa que ya no se pudo ocultar y terminó el teatro. Pronto sus desavenencias fueron gran alimento para los medios y aparecieron nuevos problemas. Lo que antes festejaron los Windsor, se había convertido en un envidioso resentimiento, pues la inmensa popularidad de Diana incluso superaba a la de la mismísima Reina.
La intriga se deslizaba por los pasillos, grabaciones telefónicas, cartas, se esparcían rumores y se suscitó una gran guerra mediática entre los cónyuges que culminó cuando la Princesa proporcionó una sorpresiva entrevista a la BBC de Londres en la que expuso, ante una audiencia de más de 20 millones, la famosa frase: “Era un matrimonio de tres, estaba sobrepoblado”.
Se entiende que la Princesa haya recurrido a esa audaz acción, pues, según dijo, la estaban aislando y así resultaba fácil desmantelar una personalidad. Sin mencionar nombres se refirió a la posibilidad de que alegando inestabilidad emocional la podrían internar en un hospital.
La entrevista desató gran polémica y la casa de los Windsor comprendió que no estaban ante una adversaria fácil; así que tomaron cartas en el asunto. La Reina Isabel no sólo concedió el divorcio sino que lo ordenó.

A pesar de su infelicidad, Diana no quería el divorcio, pues de esa forma quedaba en peligro lo más querido para ella: la relación con sus hijos. En los estatutos reales se afirma claramente que los sucesores a la Corona están sujetos a la autoridad del soberano o soberana en turno y la posibilidad de perderlos aterraba a Diana. Por esa razón decidió quedarse en el Palacio de Kensington y en cierta forma se convirtió en prisionera. Quería salir de ahí y vivir en el extranjero, pero: ¿en qué país podía ser extranjera La Princesa de Gales?
Como consecuencia del divorcio, y por órdenes de la Reina, Lady Di perdió las joyas de la corona, ayudantes, guardias, mención de su nombre en las oraciones dominicales, pero, sobre todo, le dolió que la despojaran del título de Su Alteza Real. Finalmente ella era la madre de los herederos al trono del Reino Unido.
Desconcertada ante su nuevo rol, Diana trató de comenzar una nueva vida, pero el misterioso azar se confabuló con la Familia Real y el 31 de agosto de 1997, en París, el automóvil en el que iba Lady Di en compañía de Dodi Al Fayed, su nuevo novio, colisionó contra un pilar del Pont de l’Alma (París) perseguida por los fotógrafos.
Si la vida es sueño, el sueño de la Princesa de Gales, terminó a los 36 años.
* La autora es productora de televisión
