Guanajuato.- De Angélica Liddell ya se espera todo, pero, aun así, siempre acaba por dar más; qué importa si las consecuencias pueden ser, literalmente, fatales. En el segundo día de funciones de su obra Terebrante en el 53 Festival Internacional Cervantino (FIC) ya se ha corrido insistentemente el rumor o, mejor dicho, la advertencia, de que la pieza de la dramaturga, directora y actriz española revuelve el estómago e incomoda hasta la náusea.
Más de una persona con boleto en mano lo habrá pensado dos veces al consultar el significado de la palabra “terebrante” en el diccionario: “Dicho del dolor: Que produce una sensación semejante a la que resultaría de taladrar la parte dolorida”.
Como última advertencia, una tímida hojita de papel pegada a la entrada del Auditorio del Estado de Guanajuato alertaba al público sobre “escenas con desnudos artísticos, uso de luces estroboscópicas y lenguaje explícito o soez”.
Aun así, el público ha decidido atreverse, ya sea por la reverencia hacia la artista -una de las creadoras escénicas más influyentes del mundo-, la curiosidad ante la que ha sido planteada como una de las cartas fuertes del FIC, o el más elemental de los morbos.
Para el final de la obra, a cargo de Atra Bilis Teatro, varios habrán abandonado la función, otros le habrán recriminado a la artista con gritos y chiflidos, y unos cuantos más habrán salido de la sala con cara de incomprensión, perplejidad o asco.
Y otros, por supuesto, habrán sentido esa sensación estrujante, parecida al desasosiego, que se queda en el cuerpo tras la confrontación con una verdadera obra de arte.
Con la tercera llamada, se descorre el telón y en una pantalla se muestra una frase: “El flamenco, yo no sé explicarlo. He sufrido mucho. Si tú no has sufrido, ¿qué flamenco vas a cantar?”.
La pregunta la hace Manuel de los Santos Pastor (1933-2015), el cantaor flamenco conocido como “Agujetas“, quien para Liddell era un filósofo, un sacerdote y un mártir de su arte.
Para ser flamenco hay que tener una causa. ¿Cuál es la causa? Primero tienes que estar con una mujer que tú la quieras. Y que tú la dejes o que te deje. Y ahí está el sufrimiento y la queja. Si usted no tiene causa, ¿por quién va a usted a cantar?”, concluye.

En una entrevista con Reforma, Liddell declaró que Terebrante es una forma de despojar al flamenco de sus aspectos folklóricos para llegar hasta el centro de su “misterio intelectual”: el grito primordial de dolor.
En el inmenso escenario vacante y mayormente oscuro, un solitario haz de luz ilumina unos botines dispuestos sobre el escenario, pertenecientes al bailaor Israel Galván, otro referente del flamenco para la artista.
Aparece entonces Liddell -cabello negro, rostro pálido, vestido negro con bordados plateados- y se calza los botines, en un acto que ha descrito como un pacto con el demonio.
A partir de ese instante, Terebrante se revela como una espiral descendente hacia el centro del sufrimiento, que prescinde de la música flamenco para concentrarse en el grito.
Con los botines puestos, Liddell se transmuta en un dechado de agonía que zapatea con violencia, gime, gruñe, se palmea los muslos y que, en un acto igualmente desdeñoso y de autocomplacencia, se baja los calzones hasta las pantorrillas, se enciende un cigarro y, agachada con las nalgas hacia la audiencia, lo coloca en los labios de su vulva.
Aunque ya horrorizado, cierto público decide quedarse casi por disciplina, pero ella no da tregua: en la pantalla gigante, descarnado y explícito, se exhibe un video con un procedimiento de extracción de una dentadura completa.
Con cada diente cundido de caries que sucumbe con el tirón de las pinzas, o cuando el bisturí secciona las encías sangrantes, el público se hunde en su butaca, cierra los ojos, voltea hacia otro lado o, de plano, abandona el auditorio.
Profundamente interesada en los ritos y las epifanías, sobre todo en aquellos que tienen que ver con la muerte, Liddell transita a una sección de la pieza que podría tildarse de litúrgica.
Ante la estatua de un macho cabrío y asistida por dos acólitos de una religión incierta, la artista consuma el pacto demoníaco que inició al calzarse los botines de Galván.
En definitiva, y aunque parezca una contradicción, es un pacto con lo mágico. Tanto el ‘Agujetas’ como Galván son gitanos y mágicos. Intento impregnarme de su genialidad. Trabajo con el dolor de no ser Israel Galván, de no ser el ‘Agujetas’”, en sus palabras.
En una silla, cubierta con un manto blanco y portando una corona de flores, Liddell es ungida por los acólitos con botellas de vino tinto que le derraman sobre el cuerpo, hasta que la tela queda completamente roja.
A su alrededor, los clérigos dejan cajas rebosantes de botellas de alcoholes de todo tipo.
La simbología abunda en la pieza: guitarras que levitan sobre el escenario para luego estrellarse contra el suelo; una palma del martirio; el “duende” del flamenco representado por un niño, y una bandera monumental gitana al fondo del escenario.
Viene entonces, para rematar, una siguiriya: el palo flamenco más hondo y más trágico.
Liddell se despoja de su manto y de su vestido, se tira en el escenario poblado por guitarras despedazadas y, una por una, se dispone a acabar con las botellas, a hundir su dolor en alcohol, hasta los límites de su cuerpo.
En un periodo de tiempo demasiado breve para lo que se propone, pero que para el espectador es largo y tortuoso, Liddell engulle tragos y tragos de cerveza, tequila, vodka, mezcal, vino y cualquier otro tipo de alcohol a su alcance.
Entre eructos, gemidos, arcadas, suspiros y gestos agónicos, bebe todo a su alcance, lo derrama en su cuerpo, lo frota en sus genitales y avienta las botellas con desdén sobre el escenario.
Para entonces, algunos en el público han perdido cualquier tipo de recato y le chiflan con impaciencia, abandonan sus asientos dejando en claro su molestia.
Completamente beoda, henchida de alcohol en la sangre, Liddell se envuelve en la bandera gitana y se tira en el escenario a dormir.
El final apoteósico de este ritual, no deja indiferente a nadie. “¡No entendí! ¡No se entendió nada!”, grita molesto un hombre, mientras otros se deshacen en aplausos.
Todavía afectada por la experiencia y seguramente mareada o nauseada, Liddell se despide con un gesto muy flamenco de agradecimiento que, como todo lo suyo, quizás es también un desafío.
El público, por su parte, deja el auditorio con un puñado de imágenes que con seguridad habrán de repetirse, terebrantes, en su cerebro durante un buen tiempo.
DMG
