En México el gobierno siempre espía, lo supe de primera mano y en tiempo real hace algunos años. Genaro García Luna, entonces secretario de Seguridad Pública, invitó a un grupo de editores de periódicos a conocer las instalaciones de su “búnker” en la CDMX.
A García Luna le gustaba mostrar su trabajo con Felipe Calderón para enfrentar al crimen organizado. Eran varios pisos bajo tierra donde estaba el centro de control y comando, donde había un lugar para el Presidente en caso de una emergencia nacional, con transmisión instantánea de video desde muchas partes del país. Un terremoto, una inundación o una revuelta popular podían ser vistos en tiempo real.
En un piso, encima del centro de control, había un salón con unos 100 jóvenes en escucha de llamadas telefónicas. Frente a su computadora, podían ingresar a los teléfonos móviles y fijos de cualquier parte del territorio nacional. Pregunté al Secretario cuál era la tarea específica de esos jóvenes. Sin siquiera pensarlo dijo: escuchan llamadas de personas sospechosas. Luego añadió con un tono perspicaz, “bueno se supone que debemos tener la orden de un juez para hacerlo, pero el tiempo no lo permite, así que después de la investigación, obtenemos el trámite”.
La reunión y lo que se comentaba era “off the record”; estaba establecido que guardaríamos sigilo sobre lo que ahí nos mostraban. Después de un desayuno, nos invitaron a subir en un helicóptero Blackhawk para ir al centro de capacitación de la Policía Federal en Iztapalapa. El vuelo duró 7 minutos. Ahí nos hicieron una demostración de cómo la policía podría enfrentar manifestaciones públicas y posibles revueltas con un vehículo blindado llamado Rhino y chorros de agua.
Años después, el Gobierno de Morena persiguió a García Luna y atacó a periodistas por haber ido a reuniones con el entonces Secretario, como si fuera el demonio mismo. Volvería a hacer esa visita si hoy nos invitara Omar García Harfuch o cualquier otro funcionario que quisiera mostrar el funcionamiento de alguna dependencia.
El mismo espionaje lo hizo Peña Nieto y también López Obrador. Incluso se han comprado sofisticados programas de intervención telefónica. Decía un experto en telecomunicaciones del Gobierno de Guanajuato: “todo lo que pase por el aire lo podemos interceptar”. Pegasus se llama la maravilla de programa israelita que puede grabar o extraer información de cualquier teléfono móvil. Viola WhatsApp, Signal y cualquier otra plataforma.
Los funcionarios públicos cuentan entre sus instrumentos de trabajo cajas de madera para encerrar sus teléfonos. La paranoia es grande. Ni siquiera apagándose están a salvo de injerencias. Saben que otros funcionarios los espían.
Para contener al crimen organizado es necesario tener sus números telefónicos. El Estado debe contar con instrumentos para defender a la población de secuestradores y extorsionadores, por ejemplo. Cada teléfono celular debe tener un rostro, una huella digital y registros biométricos. Cada usuario de celular debe ser responsable del uso que se haga de él. Es un instrumento fantástico pero también es una herramienta del crimen organizado cuando su uso es anónimo. Los teléfonos desechables deben ser eliminados de las tiendas y las compañías telefónicas deben ayudar a las secretarías de Seguridad Pública y a las fiscalías, tanto federales como estatales. Pueden bloquear reclusorios e inhibir señales cuando haya peligro en batallas contra el crimen organizado. Hay mucho por avanzar.
También deben existir leyes que castiguen a funcionarios públicos que se aprovechen del espionaje. Esa es la otra cara de la moneda.
