En últimas fechas parece ser que se nos permite criticar solamente si lo hacemos de manera gentil. Se presupone que la crítica, para ser válida, debe ser “constructiva”, es decir, amable, bienintencionada, expresada con tacto y con soluciones listas para ser aplicadas. En efecto, se entiende la intención: la crítica debe servir para mejorar. Sin embargo, cuando esta idea se convierte en exigencia, deja de ser útil y se transforma en un obstáculo, puesto que no toda crítica quiere, ni necesita, construir.

A las autoridades o personas que dirigen organizaciones, empresas o grupos sociales, les incomoda la crítica. No solamente porque expone errores o deficiencias, sino porque pone en riesgo algo más profundo: la legitimidad, su poder y el control sobre el relato. Cuando se critica a alguien, se le sustrae un poco de ese poder, por ello, muchas figuras públicas o instituciones reaccionan con molestia, desdén e incluso hostilidad, porque cuando una crítica pone en duda decisiones, capacidades o incluso la integridad de quien manda, se rompe algo más que su imagen, pues se quiebra el simbolismo que da el poder de no ser cuestionado.

Hay otra razón humana, más íntima incluso a no tolerar la crítica, la cual es la intolerancia al desacuerdo. Estos individuos suelen tomar cualquier objeción como un ataque personal, lo cual no tiene que ver con el fondo de la crítica, sino con la fragilidad de su ego. En los contextos donde la crítica no es bienvenida, donde la rendición de cuentas no es parte de la cultura, es común el rechazo con la frase políticamente correcta de “esa crítica no es constructiva”, la cual, al mencionarla, desactiva su potencia y se reduce el valor a una cuestión de normas.

Ahora bien, hay críticas que nacen del hartazgo, de la necesidad de decir “esto está mal” sin tener que adornarlo o sin tener que explicar cómo arreglarlo, es decir, no buscan construir nada porque se entiende que no todo puede o debe ser salvado. En muchas ocasiones no se trata de mejorar una situación, sino de exponerla, desnudarla e incomodar a quienes preferirían que todo siguiera igual.

Pensar que toda crítica debe ser propositiva, es ignorar que a veces lo único sano o justo es decir “ya basta” y esto no siempre será con amabilidad. Pedirle a alguien que su crítica sea constructiva en medio de una injusticia, es una forma muy discreta de pedirle que “no moleste”, es decir, que se puede quejar, pero que lo haga de buena manera o que no haga ruido y no desestabilice. Esto se vuelve más claro cuando se habla de víctimas: decirle a alguien que ha sufrido violencia o abuso que su denuncia “no es constructiva”, es no menos que cruel, porque no está para construir nada, sino que está para poner límites, denunciar lo que no debe repetirse o para señalar sin pedir perdón.

La crítica puede ser feroz, sarcástica y ardiente, porque el cambio no siempre viene desde el diálogo educado y a veces se origina desde la incomodidad mencionando palabras en el tono justo para que nadie pueda mirar hacia otro lado. La crítica constructiva es sumamente valiosa, pero exigirla como regla general es desconocer que criticar puede ser un acto de rebeldía, de ruptura o de resistencia.

Así que no, no toda la crítica tiene que venir con una solución bajo el brazo. Basta con que sea honesta, objetiva, incluso si es dolorosa e incómoda. La crítica debe hacer tambalear a lo que parece intocable, porque hay momentos y situaciones en las que no se trata de construir, sino de simplemente decir “esto no puede seguir así”. Menester ser críticos como ciudadanos, estimado lector. Es tiempo.

Dr. Juan Manuel Cisneros Carrasco, Médico Patólogo Clínico. Especialista en Medicina de Laboratorio y Medicina Transfusional, profesor universitario y promotor de la donación voluntaria de sangre.

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