Los registros de la Alerta Amber en Guanajuato contabilizaron casi cien menores desaparecidos en diciembre, de los cuales alrededor de veinte siguen sin aparecer, entre ellos, una chica de catorce a quien estimo mucho y que intenté ayudar.
Me refiero ahora no a las desapariciones forzadas donde se recluta a jóvenes para enrolarlos al maldito crimen organizado, y que se cuentan por cientos de miles en el País; me refiero hoy a los adolescentes que brincaron la barda de los orfanatos, de las Casas Hogar, de los centros de rehabilitación, de los internados, desesperados por la falta de un proyecto de vida confiable y que decidieron saltar al vacío.
La vida me puso en los brazos a algunos de ellos cuando escapaban. Pero siendo migrantes o menores en custodia o “institucionalizados” o en resguardo por adicciones, no han cometido delito y, por tanto, no podemos ni debemos obligarles, por la fuerza, a que regresen; debe ser la “contención” hecha con amor firme, para comprender el contexto o la situación psiquiátrica, que les llevó a la desesperación de escapar. Los chicos migrantes, enganchados en sus países, buscan salir de su pobreza para buscar a familiares y trabajo en los Estados Unidos. Otros, por adicciones brincan o rompen los candados.
Los menores en orfandad que han pasado parte de su vida en un orfanato, tienen razones para escapar; no encuentran en el cautiverio “motores” para seguir allí; la falta de redes familiares, de soportes institucionales, de actividades educativas significativas, que les aporten vida, es la ausencia simple de un cobijo familiar adoptivo o temporal, pues los menores en orfandad pasando los diez años no tienen probabilidad de adopción; hoy nadie adopta lamentablemente a esas edades en esta sociedad que enferma de amor por los perros, cuando hay miles de menores que buscan un cobijo.
Una chica centroamericana de escasos doce años junto con otros dos paisanos, brincaron la barda; y Toño, un gran salesiano y yo, salimos en su búsqueda; al encontrarle, ella gritaba desesperada invocando en su lengua de origen, a su madre. La carretera ahogaba su dolor y nosotros, acompañándola en su soledad, solo éramos testigos del resultado de una migración hacia el País del norte, sin poder siquiera obligarla a regresar a la seguridad de la hacienda Santa Rosa. Debieron ser horas de acompañarla para que decidiera regresar.
Son también los menores mexicanos que en una crisis de ansiedad o en un brote esquizoide escuchan voces que les ordenan salir a su libertad, provocando riesgos como una ahijada mía que rasgó su brazo en los picos de la barda para terminar con ellas en el Aranda de la Parra en una fría madrugada de febrero. O la de otra ahijada que, en una acumulación de desesperanza, fue contenida por compañeros del orfanato atascada ella en las aguas contaminadas de una de las salidas de la Presa Blanca. O los que se nos escapan de los centros de adicciones evitando la rehabilitación por ser esclavos de sus propios laberintos.
Las alertas Amber en México son una medida indispensable para incrementar la visibilidad de los desaparecidos. Pero al seguir escondidos, conforme pasa el tiempo, se incrementa la probabilidad de que esos menores caigan en las redes del mal, pues en la calle está la libertad, pero los riesgos de que el crimen les atrape. Es hoy el dinero fácil y rápido, el que atrae a los jóvenes a dejar de estudiar o trabajar en algo honrado. Los criminales saben que pueden atrapar a los menores con la tentación de un buen pago a cambio de vigilar las calles, ya en redes de narcomenudeo como en cometer un ilícito, como en detectar los movimientos de las autoridades. “¿Para qué estudiar cuando puedo ganar mucho más dinero? Dicen ellos. Y el espejismo oculta la alta probabilidad de una vida corta y de los riesgos de que tarde o temprano caerán en el mundo de la adicción y la violación de la ley.
Todos los casos son dolorosos, pero cuando se trata de escape de adolescentes “institucionalizados” en orfanatos, el dolor se me hace hondo en el ser, pues es un reflejo de la incapacidad que hemos tenido las familias y la ley, para que fuesen adoptados. Mucho nos faltó para promover que se salvaran al llegar al seno de una familia que les amara. Me duele que brinquen la barda ellos, porque hace falta mucho más en leyes, en proyectos, en instituciones, en equipos de trabajo, en familias amorosas, para que los adolescentes no salten al vacío, sino a una red que les dé un futuro.
