Por María Guadalupe Guzmán Murillo
La familia de Rodrigo vivía en la Ciudad de México, pero pasaban las vacaciones de fin de año con la familia de su papá en Valle de Santiago, un municipio del estado de Guanajuato en la zona del Bajío.
Su papá hacía algunos años se había ido a estudiar veterinaria a la ciudad; ahí conoció a su mamá, se casaron y formaron su familia.
A Rodrigo le gustaba mucho pasar tiempo con los abuelos, en especial con su abuelo Toño, porque le contaba muchas historias, así que trataba de acompañarlo a todos lados, en especial al trabajo en la parcela, ahí sembraba cebollas, brócoli, lechugas y frijol.
Su abuelo le dijo una noche antes que se alistara para ir al trabajo en el campo. Ese día se levantaron muy temprano; su abuelita Julia ya estaba en la cocina sirviendo café con pan para el abuelo y para Rodri, que tenía 8 años, leche calientita con chocolate, porque a los niños no se les da café, los pone nerviosos y cuando crecen puede que ya se les quite.
Salieron del pueblo ya casi cuando amanecía, caminaron mucho. Mientras, el niño le contó cómo era su escuela, sus amigos y del equipo de fútbol. Luego el abuelo se detuvo y apuntó al paisaje y preguntó:
—¿Ves ese cerro que está ahí? Rodri miró en la dirección en la que apuntaba, en medio del paisaje se veía un cerro enorme.
—Es una de las 7 luminarias, le dijo.
Rodri siguió mirando atento el lugar, como que le sonó el nombre, tal vez ya lo había escuchado antes, tal vez a su papá. Su abuelo continuó hablando:
—¿No las conoces? pues te voy a contar, son cráteres de volcanes ya viejos y apagados, por aquí les decimos las hoyas, son 7, cada una es diferente, te voy a contar.
»La Alberca es la luminaria más famosa, estaba llena de agua azufrada, había lanchas que paseaban a los visitantes dándole la vuelta al cráter; los que vivían por ahí contaban que no tenía fondo y que bajo el agua había una criatura que nadaba por túneles que conectan los cráteres bajo la tierra.
»Rincón del Parangueo es un lugar que no parece de este mundo, entras por un túnel y sales a un lugar lleno de arena blanca y piedras grandotas del mismo color, ahí dicen que por las noches se ven luces que cruzan el cielo muy rápido, forman figuras y luego desaparecen.
»La Hoya de Cíntora también tiene agua, la gente va porque dicen que el agua cura enfermedades; también tienen unas cuevas, adentro de ellas hay pinturas de los antepasados de los primeros que vivían aquí.
»Hoya de Álvarez también tiene pinturas de los antepasados y hasta tienen un pueblito adentro.
»La Hoya de San Nicolás dicen que el agua cambia de color a colorada cuando hay algún cambio en la tierra.
»La más alta de todas es la Hoya Blanca, también le dicen la hoya piedra.
»La Hoya Solís fue muy famosa en los años 70s; salió hasta en la televisión porque los campesinos cosecharon repollos, cebollas y otras verduras gigantes, así como de tu tamaño.
Rodri seguía escuchando con atención y asombro todo lo que le decía su abuelo, luego preguntó:
—¿Por qué son 7 y no más o menos?
—Porque están alineadas con un grupo de 7 estrellas que se llaman la Osa Mayor.
—¿Esa historia es real o es un cuento? El niño preguntó una vez más intrigado.
—Es tan real, el abuelo le contestó muy seguro, que, si tú ves el escudo de armas del municipio, ese que tienen en la presidencia, pues la imagen de las 7 luminarias.
Pasaron el día en el campo, siguieron hablando de esto y de aquello, pero la atención de Rodri se había quedado en el relato de las 7 luminarias. De regreso a la casa, sus papás y la abuela ya los esperaban con la comida: tortillas, queso y frijoles recién hechos; mientras la abuela estaba sirviendo, Rodri le preguntó a su papá:
—Papá, ¿sabes qué son las 7 luminarias?
Sin dar tiempo a que le contestara, y con la emoción que tienen los niños cuando algo les interesa, le dijo:
—Pues te voy a contar…
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