Azotado por un hemorragia pulmonar -acaso producto de su destierro en Siberia-, sumado a un ataque de epilepsia, Fiódor Dostoievski murió en su casa de San Petersburgo el 9 de febrero de 1881. Sus últimas palabras provenían de San Mateo: “Mas Juan se le oponía, diciendo: Yo necesito ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí? Pero Jesús le respondió: Deja ahora, porque así conviene que cumplamos toda justicia. Entonces le dejó”. Hasta entonces había trabajado febrilmente en la que sería su última -y más ambiciosa- novela, Los hermanos Karamázov, publicada en El Mensajero Ruso entre enero de 1879 y noviembre de 1880. Esta novela, que Freud llamó “la más grande jamás escrita”, constituye una de las proezas más asombrosas de nuestra especie.
En anticipación a los 150 años de su muerte, he pasado largas horas escuchando a mi amigo, el novelista Eloy Urroz, quien se impuso la tarea de leer todas sus novelas en orden cronológico, disertar en torno a este escritor y esta novela que, como el padre del psicoanálisis, también considera la mayor de todas. Gracias a él, me ha quedado más claro que, siguiendo a Joseph Frank, en realidad existen dos Dostoievskis, el conspirador revolucionario que, tras ser vinculado con el Círculo de Petrashevski, pasó cuatro años de trabajos forzados en Omsk, y el ferviente eslavófilo, ortodoxo militante, xenófobo y antisemita en que se convirtió en los campos de internamiento.
Este segundo Dostoievski es el autor de Los hermanos Karamázov, donde su cristianismo radical termina atemperado por la empatía que despliega hacia cada uno de sus personajes y la honda percepción de sus conflictos. ¿Puede un hombre con ideas abominables crear una gran obra? Su ejemplo lo comprueba. Es como si, al imbricarse con sus criaturas, sus dilemas morales y su contexto, el novelista superase todos sus prejuicios -lo que hoy llamaríamos ideología- para sumergirse sin trabas en la vasta e inasible condición de la existencia.
El Dostoievski de Los hermanos Karamázov parece hoy infinitamente más inteligente -más sabio- que el de sus cientos de artículos dedicados a elogiar al zar, atacar a los extranjeros, los judíos, los católicos y los ateos, a desdeñar su antigua militancia socialista y a abrazar los dogmas ortodoxos. Pese a su iluminación siberiana -paralela a la de San Pablo-, su frenesí revolucionario y sus tormentos solo cambian de signo, trasladados a una nueva doctrina que reemplaza a la anterior. Y, aun así, cargado con todos estos principios carcelarios, el gigantesco novelista se emancipa al asumir todas las perspectivas en los cuestionamientos que aquejan a Rodion Raskólnikov o a los Karamázov.
Esta extraña condición dual -el autor iluminado y el artista genial- me llevan a pensar en estos días en otro de los autores favoritos de mi amigo: Mario Vargas Llosa. El paralelismo no es gratuito: considero al peruano el mayor novelista vivo en nuestra lengua -creador no de una, sino de cinco obras maestras: La casa verde, Conversación en La Catedral, La guerra del fin del mundo, El pez en el agua, La fiesta del chivo- y otros tantos libros perdurables, y, al mismo tiempo, encarnación de dos ideologías que me resultan igual de repugnantes -el estalinismo de su juventud, el neoliberalismo de su vejez-, a las que ha abrazado con la misma fe y la misma falta de dudas.
Sorprende que un ateo recalcitrante necesite abrazarse a doctrinas tan implacables tanto como que un novelista tan lúcido se rodee de tan malas compañías, de Esperanza Aguirre a Iván Duque o de Felipe Calderón y José María Aznar a -sonaría inverosímil en un best-seller- Keiko Fujimori, pero es como si, al igual que Dostoievski, el artista descreído necesitara certezas absolutas en su vida política. Las cuales se desvanecen cuando interviene la literatura, como le ocurrió en Tiempos recios, que casi parecería escrita por alguien de izquierdas. Por fortuna, como ocurre con el ruso, muy pronto sus opiniones -cada vez más toscas- terminarán en el olvido, mientras continuaremos descubriendo las infinitas contradicciones que nos definen como humanos en sus grandes obras.
