Una pirámide de cartón-piedra que se ilumina como un juguete infantil o un arbolito de Navidad. Antes de mofarnos del empeño, estemos conscientes de que los historiadores del futuro los que de seguro criticarán los festejos oficiales de los 600 años de la toma de México-Tenochtitlan verán las imágenes o los videos de nuestras conmemoraciones con la misma mezcla de sorpresa, horror y hasta ternura con que nosotros miramos la pirámide hechiza erigida en el Estadio Nacional en 1930 para acentuar la gloria y la continuidad histórica de la Revolución Mexicana.
Todo nacionalismo a estas alturas lo sabemos de sobra no es sino una ficción o una serie de ficciones elaboradas a partir de los datos históricos a fin de otorgar un sentido de comunidad o pertenencia a un grupo humano en contraste con otros y de legitimar un orden social y una división de poder específica. A nadie debería escandalizar que la 4T lo haga valiéndose, por cierto, de los mismos recursos que hoy se emplean para inaugurar los mundiales de futbol, las Olimpiadas o los multitudinarios conciertos de pop o de rock. Para nuestra desgracia, todo ese oropel, todos esos artificiales, espectaculares e irremediablemente ridículos materiales acumulados a lo largo del siglo XX, desde la propaganda nazi hasta Hollywood, son lo único que nos queda para ilustrar hoy estos “grandes eventos nacionales”.
Pese a su discurso de romper con el inmediato pasado neoliberal y de enlazarse, en cambio, con las grandes gestas, la solución de este gobierno no se diferencia demasiado por la esgrimida por Calderón hace apenas once años con los igualmente grotescos -aunque mucho más costosos shows del Bicentenario. Ni con los de ningún otro país celebrando cualquier tipo de epopeya unificadora: aunque los nacionalismos se basan en la exclusión de los otros, a fin de cuentas todos se parecen entre sí (el español y el mexicano, por ejemplo, igual de obtusos).
La historia siempre ha sido usada de manera política y, de la misma forma que los romanos se empeñaron en hallar sus orígenes en Troya, los mexicanos nos hemos empeñado, generación tras generación, por asumirnos como tataranietos de los mexicas derrotados hace quinientos años. Por desgracia, a estas alturas del siglo XXI sabemos que el nacionalismo es una de las ideas más perniciosas jamás concebidas por la mente humana: emanada del romanticismo decimonónico y puesta en práctica por primera vez con las independencias americanas, en su centro late siempre la exaltación de la diferencia y a su proliferación debemos millones de muertos. No: no hay nacionalismos moderados o buenos.
Tal vez en ese futuro previsible, cuando nuestros descendientes se rían o conmiseren de nuestra psicodélica pirámide, alguien repare asimismo en cómo, por todo tipo de razones, 2021 fue el momento en que el nacionalismo mexicano dio al menos un pequeño viraje: en vez de asumirnos como herederos directos de los mexicas derrotados la canonización de La visión de los vencidos o de los 500 años de resistencia indígena, empezamos a reconocer que la “conquista” fue más una empresa indígena que española y que también somos herederos de los odiados tlaxcaltecas -quienes asumieron la “traición” de los demás pueblos aliados-, por lo cual, en esencia, nos “conquistamos” a nosotros mismos. Un relato que, usado políticamente, carecerá de la misma complejidad que los anteriores, pero que al menos representa un apreciable giro en nuestra monolítica narrativa oficial.
Tal vez eso que llamamos reconciliación con el pasado sea, simplemente, imposible. Siempre habrá quien se identifique con los vencedores y quien prefiera hacerlo con los vencidos. La empatía siempre le ganará al rigor historiográfico. Pero, si no podemos desterrar las conmemoraciones ¿de qué otra cosa viviría nuestra sociedad del espectáculo?, tal vez podríamos asumirlas como el vacuo pretexto para discutir hasta el cansancio no tanto por qué no hemos sido capaces de construir, en 500 años, un imposible relato unívoco de la mexicanidad, sino algo mucho más urgente: un Estado de derecho.
