El presidente José López Portillo imaginó una riqueza sin límites cuando Pemex descubrió grandes yacimientos de petróleo y gas en aguas someras. Era el final de la década de los setenta. El ingeniero Jorge Díaz Serrano, entonces director de la paraestatal, tuvo la idea de construir un gasoducto llamado “Cactus-Reynosa”. Venderíamos los excedentes de gas producidos a Texas pero era necesario un tubo para enviarlo.
Los caricaturistas dibujaban a López y a Díaz Serrano como compadres mexicanos vestidos de ricos árabes petroleros. Fue en 1980 cuando la bonanza de Pemex dio para muchas ocurrencias. La mitad de la economía mexicana estaba en las cuentas del Gobierno. Después de la guerra entre Irak e Irán, el precio del petróleo se desplomó y con ello nuestro espejismo de riqueza.
Hoy, aunque tenemos suficiente gas en el subsuelo en las formaciones de hidrocarburos de esquisto en el norte del país, importamos el combustible desde Texas. Dependemos de Estados Unidos para alimentar hogares e industria. Pemex sólo produce una fracción del consumo nacional. Todo porque los legisladores nos prohibieron sacarlo de la tierra mientras los texanos llenan sus cuentas con miles de millones de dólares vendiéndonos lo que podríamos explotar en Nuevo León y Tamaulipas.
El precio del gas subió en el mercado en un año de 1.71 dólares por millón de BTUs a 3.68 al día de ayer. Aunque el precio es para el gas natural, la referencia sirve para comprender por qué el gas LP que consumimos ha aumentado tanto.
Una de las promesas del Gobierno de López Obrador fue que no permitiría que subiera ni el gas ni la gasolina más allá de la inflación. La única forma de conseguirlo es que haya combustibles baratos en el mercado internacional o subsidiarlo si suben de precio en el mundo.
Hace un mes pronosticaba que vendría un gasolinazo porque el precio del barril de petróleo superaría los 70 dólares, justo el doble de lo que valía hace un año cuando López Obrador dijo que su Administración había logrado esa baja. Ahora es el gas el que provoca la inflación y pega al consumidor.
La salida fácil es echarle la culpa a los distribuidores. Las empresas privadas compiten con apertura desde el sexenio pasado. Por más que peleen el mercado, siempre tendrán que reflejar su costo de adquisición. Los distribuidores son un negocio como cualquier otro. Cuando sube el aguacate no podemos culpar al supermercado, todo depende del volumen de la producción. Sucede igual con todo lo que es volátil y el precio del gas lo es.
El Presidente prometió llevar gas barato a todos los hogares, casa por casa. Es un problema enorme, primero de logística y luego de recursos. ¿De dónde van a sacar los millones de cilindros necesarios para distribuirlo? ¿De dónde los camiones repartidores? ¿De dónde, los choferes capacitados?¿De dónde las plantas donde llenan los tanques?
Lo más importante: ¿De dónde los miles de millones de pesos para comprarlo caro y venderlo barato?, es decir, ¿de dónde el subsidio?
Con una mirada infantil, los ciudadanos pensamos que los gobernantes pueden hacer todo lo que quieran. Incluso algunos políticos sueñan con llegar al poder para cambiar todo por arte de magia. Los abrazos y no balazos; la súbita honestidad en toda la función pública o la soberanía energética y alimentaria por decreto. Incluso venden ideas tan peregrinas como inútiles de sacar las secretarías de Estado de la CDMX. Al final la gente se dará cuenta de lo que es la demagogia populista.
