No hay forma de decirle a un chico que acabas de conocer que te estás quedando ciega. Escogí la peor manera: solté la noticia después de haber tenido relaciones y lo envolví de la mejor manera.
David tenía 22 años y apenas comenzaba su carrera como novelista. Sabía que si envolvía mi problema en una narrativa poetica, él lo encontraría irresistible… al menos en el nivel narrativo. Así que le conté mi historia como si fuese una novela gótica.
Comencé por cómo. Tres años antes, cuando tenía 19, me di cuenta que no podía ver las estrellas. Esto parecía ser un detalle insignificante hasta que resultó ser el primer síntoma de una enfermedad incurable de degeneración de mi retina. El doctor me dijo que perdería mi vista lentamente en los próximos 10 a 15 años. Primero mi visión periférica y nocturna, después, mi visión central.
Terminé el relato con un toque final: le expliqué que perder mi vista me enseñaba a ver de verdad. Me quedaría ciega sin queja alguna, mientras veía y hacía más en la próxima década de lo que una persona hace en toda su vida. Todo era cierto, pero solo era una parte de la historia. La parte bonita.
Nuestro romance apenas comenzaba, estaba muy nerviosa por como reaccionaría ante mi relato. Sin embargo, su respuesta fue tan grande y poética como la historia en sí misma.
La próxima vez que nos reunimos, tenía mi nombre tatuado en su brazo. Seis letras perfiladas de manera permanente. Mientras admiraba el tatuaje, él me dijo que había iluminado su obscuridad y que él iluminaría la mía. No importa qué venga, lo enfrentaríamos juntos, me dijo.
Nos conocimos en nuestro último semestre de la universidad, ambos estudiábamos inglés y teatro. Me encantaba que fuese listo pero no pretencioso. Gracioso pero no cruel. Me gustó su encantadora sinceridad, tan diferente de mi propia evasión y encanto. Había entereza en él y me hizo sentirme segura por primera vez desde mi diagnosis.
Cuando David era intenso, yo era relajada. Cuando él se contenía, yo me soltaba. Lo hacía reír y lograba que hiciera cosas que lo asustaban, como por ejemplo, mudarnos a Los Angeles.
Él era un chico de un pueblo sureño que soñó siempre con vivir en California pero nunca estaba listo para dar el salto, hasta que fuimos juntos.
En Los Angeles, David me ayudaba con mis audiciones y yo editaba sus manuscritos.
En los fines de semana, removíamos el capote de su convertible y manejábamos por la costa del Pacífico con la música a todo volumen. Los dos pensábamos que las colinas doradas parecían las espaldas de leones dormidos. David manejaba por horas, una mano en el volante y la otra aferrada a la mía.
Nuestra vida juntos era un gran romance, y mi latente ceguera era más una bendición que una maldición, principalmente porque nos impulsaba a vivir con premura. La ceguera era poética porque todavía no sucedía.
En la forma abstracta la ceguera era épica, noble, simple. En la realidad, era una historia muy diferente. En la realidad era tediosa, agotadora, desordenada. Te cambia de maneras sorprendentes, algunas positivas otras no. Es muy parecido a la realidad de estar casados.
Diez años después de que David se tatuara mi nombre, nuestra historia se sentía menos una historia de amor gótica y más a una historia Raymond Carver, condenada a la cotidianeidad. En mi cumpleaños número 33, me encontré llorando en alguna escalera de Brooklyn.
Había renunciado a la actuación porque no podía manejarme en los escenarios oscuros. Nos mudamos a Brooklyn porque ya no podía manejar. Nos casamos y tuvimos un hijo, un bebe ágil y con unos hermosos ojos color miel. Estaba feliz de poder discernir esos detalles, y estuve igual de emocionada cuando, dos años después, pude ver las mejillas sonrosadas de mi segunda bebe recién nacida. Vi el color de sus ojos azul intenso. Poder ver estos cambios me llenaba de gratitud. Sin embargo, también estaba llena de miedo.
El año del nacimiento de nuestra hija se unía al aniversario número 10 de mi diagnosis y para ese tiempo, ya había perdido tanto la visión que podía ser considerada legalmente como una persona ciega. Mi visión se había cerrado tanto como la apertura de una cámara, limitándome con una visión de túnel.
Constantemente chocaba con personas y cosas: juegos en el parque, extintores, puertas entornadas. Me salieron cataratas, lo cual me dificultó rellenar las formas en la oficina del pediatra, o leer cualquier cosa.
Estuve tan ocupada en utilizar al máximo posible mi visión que no me preparé para perderla. Nunca hablé de mi enfermedad, ni siquiera con las personas que sabían de ella.
Ocultar la pérdida de mi visión me hacía sentirme asustada y sola. Me aterrorizaba empujar la carreola dentro de una alcantarilla o perder a alguno de mis hijos en el parque. Me asustaba un futuro donde ya no podría ver más sus caras.
Mi confianza me había abandonado. Renuncié a usar tacones por evitar caídas, renuncié a usar delineador por no poderlo poner bien, renuncié a leer porque ya no podía ver la impresión. Sentí que no sólo estaba perdiendo mi vista, si no también partes esenciales que me hacían ser la persona que soy.
Ya que no tenía más recursos en donde apoyarme, toda la carga cayó en David, quien se convirtió en mi lazarillo secreto. Todo eso, agregado a las típicas dificultades de criar dos hijos, estaba mermando nuestro matrimonio.
En mi cumpleaños número 33, David y yo contratamos una niñera y planeamos una cena con algunos amigos. Pasé una hora aplicando el maquillaje en un espejo de aumento, para que David me dijera que estaba, em, un poco disparejo. Me regaló un libro de Anne Lamott que no podría leer.
De camino al restaurante, reabrimos el debate de si queríamos o no tener un tercer hijo. Yo quería, pero estaba aterrorizada de no poder cuidarlo con mi visión fallida. David me dijo que él aceptaría lo que yo quisiera, pero que no veía cómo podría funcionar. Nuestros recursos (dinero, tiempo y, sí, visión) ya estaban limitados.
A mitad de camino del restaurante, nuestra discusión se convirtió en pelea, la cual terminó con David alejándose y diciendo que fuese a la fiesta sin él. Paré mis pasos, busqué la parada más cercana y lloré. No estaba perdida. Podría encontrar el camino de regreso a casa. Pero no podía ir a la fiesta sin él. No podría encontrar a mis amigos ni leer el menú. Necesitaba a David, y él lo resentía. Y yo resentía su resentimiento.
Recordé cuando le dije que perdería mi visión sin una queja y cómo él me prometió que estaríamos juntos en la luz y en la obscuridad. Parecía que ambos estábamos equivocados.
Algunos minutos después, escuché los pasos de David.
“No puedes dejarme sola, te necesito”, le dije.
“Lo sé”, me contestó.
“Odio esto”.
“Igual yo”.
Me agarró de la mando y me dijo “ya nos las ingeniaremos”.
Aún seguimos ingeniándonosla. La situación respecto a perder algo lentamente, que sientes que es indispensable, es que aprendes a ajustarte constantemente a la pérdida. Tan pronto encuentras el equilibrio, algo cambia y tienes que volver a calibrar.
No mucho tiempo después de mi cumpleaños, llamé a la Asociación para la ceguera del estado de Nueva York, donde me enseñaron cómo utilizar un bastón de guía. Compré una lupa, para poder medir la dosis del Tylenol o ajustar el termómetro a los niños. Leí el libro de Anne Lamott en el libro electrónico que David me regaló de Navidad.
Recuperé muchas habilidades que había perdido y comencé a tener paz con lo que tuve que dejar ir.
Un año después, fuimos a cenar y David me dijo que tenía algo importante que decirme. A pesar de ver su cara algo difusa, pude apreciar que estaba sonriendo.
“Creo que deberíamos tener otro bebé”, me dijo.
“Pero, qué pasa con…”.
“Nos la ingeniaremos” repuso mientras tomaba mi mano.
Lo dijo con la misma certeza con la que se hizo el tatuaje de mi nombre tiempo atrás. Su fe formó a la mía. Tendríamos otro hijo. Sería difícil y espectacular, y estaríamos en eso juntos.
Juntos en los momentos del gótico romance y en los de Raymond Carver. Juntos en los momentos de gloria y tedio. Lo que fuese -poética o trivial y todo lo de en medio- nuestra historia sería nuestra.
Traducción
Maricarmen Arena Domínguez
FRASES
“Le expliqué que perder mi vista me enseñaba a ver de verdad”.
“Él me dijo que había iluminado su obscuridad y que él iluminaría la mía. No importa qué venga, lo enfrentaríamos juntos, me dijo”.
Nuestra vida juntos era un gran romance, y mi latente ceguera era más una bendición que una maldición, principalmente porque nos impulsaba a vivir con premura.
