El oficial de seguridad del aeropuerto de Ghangi, Singapur hizo un gesto a la maleta de mi novia mientras entraba a los rayos X. Repitió su pregunta por tercera vez: “¿Estás segura de que no tienes algo en tu maleta que quisieras declarar?

En ese momento, el pánico invadió la cara de mi novia. Si confesábamos qué había adentro, tendríamos problemas. Si no lo hacíamos y buscaban en su maleta, las cosas se volverían todavía peor.

Ella me miró expectante, como si este fuese mi país y no el de ella. “No”, le dijo al oficial. “No tenemos nada que declarar”.

“Exactamente”, repuse con una sonrisa falsa debido al cansancio del viaje.

Me pregunté si en vez de comprometernos durante nuestro viaje por Asia, acabaríamos en la cárcel. El contrabando que nos negamos a declarar eran dos cajetillas de cigarros, sin embargo, menos de una docena de cajetillas podrían ser de tres a seis meses en una prisión de Singapur, incluso para un primer delito. No me sorprendía el por qué el oficial nos dio tantas oportunidades de confesar.

Mi novia compró los cigarros para ella porque son muy caros en Singapur, algo que ya había hecho antes sin problema alguno. Sin embargo, o la seguridad se había reforzado desde su última visita o simplemente había tenido suerte.

Mientras el oficial y sus colegas inspeccionaban nuestras maletas, podía ver la familia de mi novia esperando afuera de la zona de equipaje. Mucho estaba en juego en esta primera impresión. No los conocía en persona, y mi novia no había estado en su país en años. Ellos nos saludaron, demasiado lejos para reconocer que algo andaba mal, al menos hasta que los oficiales no escoltaron fuera de la zona.

Caminamos a la parte trasera de la terminal y entramos por una puerta marcada como “restringida”. Nuestra escolta nos dijo que nos sentáramos en una banca mientras sus colegas buscaban en nuestras maletas hasta que encontrara lo que estaban buscando.

Con las cajetillas al fondo de la mesa y el oficial deteniendo nuestros pasaportes, nos preguntó si estábamos casados.

“No, solamente novios”, respondí.

Las personas que nos conocían podrían asumir que estábamos listos para algo más. Nos conocimos en la universidad un año antes y rápidamente nos mudamos juntos. Ahora habíamos volado al otro lado del mundo para que conociera a su familia. Había llegado tan lejos como para ahorrar suficiente dinero para pagar un cuarto de hotel en Bali donde esperaba pedirle matrimonio, y por el anillo de diamante que (idealmente) ofrecería.

Pero todo lo que realmente tenía en ese momento era una argolla de oro con un diamante perdido hace tiempo, que mi madre, una abogada, tomó como pago parcial por un divorcio. La argolla permaneció guardando polvo en el armario de mis padres por años hasta que les confesé mi plan, expresando que era meramente hipotético.

Después, mi novia y yo partimos al viaje. Inseguro sobre si el anillo vería alguna vez la luz, lo metí en mis cosas de baño, la que ahora estaba siendo vaciada por los oficiales.

“¿Qué hay aquí?” me preguntó, abriendo todos los compartimentos.

“Sólo mi cepillo de dientes”, le contesté.

Vivimos la mayor parte de nuestras vidas en un estado de parálisis, dejando que el destino tome las desiciones por nosotros. En los momentos más importantes, cuando nos enfrentamos a una emergencia o a enamorarnos, pensamos que sabremos decir y hacer las cosas correctas.

“Mi instinto se hizo cargo”, dijo un hombre al noticiero después de rescatar al gato de su vecino en un departamento en llamas.

“Sabrás cuando sea el momento”, mi madre me dijo cuando de joven le pregunté cuándo me casaría.

Y ahora a mis 30, no había experimentado el “lo sabrás” en ese contexto. Tuve muchas novias, viví con varias, incluso me enamoré de una o dos, pero esa epifanía anticipada, ese “solo sé que ella es la indicada” nunca se presentó. Decepcionado, rompí cada una de las relaciones.

Cuando conocí a mi novia de la universidad, tuve varias buenas razones para pensar que ella podría ser. No solo yo la apreciaba, sino todos. Era graciosa en un momento y seria al otro. Igualmente devota a la alta costura como a la teoría Marxista. Desde el momento que nuestro amigo mutuo nos presentó, me mantuve expectante a que el momento de certeza me invadiera.

Nueve meses después era lo más feliz que había sido pero la duda aún me paralizaba.

Tal vez porque vivimos en una era de muchas opciones, la mayoría sin importancia, pensamos románticamente que el amor no es una opción sino algo que nos llega. Que el amor nos dice qué hacer, no el lado opuesto. El amor es la autoridad y si el amor nos mal aconseja, entonces no podemos ser completamente responsables.

Había viajado la mitad del mundo con la mitad de un anillo escondido en mi maleta. Decidí que compraría el diamante en Singapur, escogería el lugar y el momento en el que se lo daría. Lo planeé así no porque estuviera seguro, simplemente quería darle una oportunidad al “solo saber” en el lugar perfecto con el anillo perfecto. Si el amor fallaba para mostrar su autoridad cuando el momento llegara, podría seguir adelante sin la seguridad de alguna forma.

Ahora, una autoridad real llegó en la forma de un oficial de Singapur que sacaría el anillo en cualquier momento, forzándome a confesar y explicarle a mi novia mis planes. Mi año de indecisión acabaría, pensé agradecido. Qué graciosa historia que contar a nuestros hijos, claro, si salimos de prisión.

En vez de eso, el oficial comenzó a sacar nuestras cosas. “Traer cigarros es un crimen”, nos dijo.

“Por favor, no lo sabía”, rogó mi novia.

“Eres de Singapur, deberías de saberlo”, respondió.

El oficial contó los 20 paquetes de cigarro y nos dijo que tendríamos una multa de 100 dólares de Singapur por cada uno. Para dos estudiantes, era una suma cuantiosa. Rogamos, no hubo manera.

Hace dos décadas, cuando un adolescente americano fue sentenciado por cometer vandalismo, ni siquiera una petición del Presidente Clinton pudo evitar los azotes. Pero al menos no íbamos a ir a prisión.

De todos modos, mi novia estaba menos entusiasmada. Se arrodilló, cubierta en lágrimas, rogando clemencia. Todo el año ahorró lo que pudo de su pequeño sueldo de estudiante, y ahora no podría presentarse ante sus padres con el dinero en el sobre rojo, costumbre China que consiste en intercambiarlo en las reuniones familiares.

“He estado fuera por años”, rogó.

El oficial negó con la cabeza.

Quería estar enojado con él y sus colegas, quienes estaban haciendo tiras las cajetillas de Malboro de mi novia, paquete por paquete. Sin embargo sentí un gran respeto por su integridad. En muchos países, el contrabando habría terminado en los bolsillos de alguien más.

Mi única forma de consolar a mi novia fue pagar la multa con mi tarjeta de crédito. No le pude decir lo mucho que costó ese gasto, no podría pagar un diamante o un hotel en Bali.

Algunos minutos después llegamos a la sala de espera. Mi novia me presentó a su familia, quienes fueron maravillosamente cálidos pero curiosos del por qué fuimos detenidos. Mi novia mintió diciendo que los cigarros eran para un amigo, sin mencionar la gran multa.

Cuando regresamos al departamento de su familia, estábamos tan cansados del incidente que nos dirigimos directamente al cuarto, colapsando en su cama individual de su infancia. Estábamos muy alterados para dormir. El viaje no estaba resultando como los planes de ninguno de los dos.

Estábamos tan endeudados y sin ganas de salir. No habría una gran propuesta en una cama llena de pétalos de rosa, en un cuarto con terraza con vista a Ubud. En vez, estaba el cuarto de infancia de mi novia, en una cama sin el espacio para una, y menos para dos personas.

“Desearías no haber venido” ella me dijo, adivinando mi humor.

“Para nada”. Estaba pensando cómo me sentí cuando creí que los oficiales iban a exponerme, quería que lo hicieran y me sentí muy desilusionado cuando fallaron en descubrir el anillo.

Era un acercamiento tortuoso a la absoluta certeza, pero decidí tomarla.

Estirando un brazo desde la cama, saqué la mitad del anillo fuera de la bolsa y se lo enseñé. “Siento que no tenga un diamante todavía”, le dije. “Iba a comprarlo aquí y te lo iba a dar en un hotel lujoso en Bali, pero, ¿te casarías conmigo?”

Ella comenzó a llorar, pero dijo: “Sí”.

Han pasado seis años, ni una sola vez me he arrepentido.

 

Traducción: Maricarmen Arena Domínguez

 

 

 

 

FRASES

“Vivimos la mayor parte de nuestras vidas en un estado de parálisis, dejando que el destino tome las desiciones por nosotros. En los momentos más importantes, cuando nos enfrentamos a una emergencia o a enamorarnos, pensamos que sabremos decir y hacer las cosas correctas”.

 

“Tal vez porque vivimos en una era de muchas opciones, la mayoría sin importancia, pensamos románticamente que el amor no es una opción sino algo que nos llega. Que el amor nos dice qué hacer”.

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