Sir Simon Rattle, el conductor de la Orquesta Filarmónica de Berlín, cuenta que el compositor Gustav Mahler tenía en mente hacerse rico después de la publicación y presentación de su Primera Sinfonía, llamada Titán. 
A finales del siglo XIX, era una propuesta distinta a todo lo que había en el firmamento vienés. Cuando comenzó el ensayo, los primeros músicos se sintieron frustrados, a tal grado de abandonar el ensayo. Cuando finalmente la presentó, el público abucheaba a la orquesta y al conductor. 
La ilusión de hacerse rico con su primera gran sinfonía se vino al suelo. Con el tiempo, el auditorio europeo comprendería el tamaño, la envergadura del proyecto sinfónico del judío converso. Entendería que la vida y la propia biografía también se cuentan en sinfonías, desde la primera juvenil y pastoral, hasta la novena premonitoria de la muerte del propio compositor. 
En un auditorio repleto de la Universidad de Harvard, el director Benjamin Zandler explica la Quinta Sinfonía de Mahler, lo hace con la Orquesta Filarmónica de Boston. Narra, punto por punto, la maravilla de los cinco movimientos, comenzando por el primero, una suerte de marcha fúnebre. Mahler usa marchas fúnebres al arranque de la sinfonía como extraño preludio. Nunca nadie había usado tonadas hebreas, cantos de pájaros,  bandas populares que vienen de lejos y se acercan al oído del auditorio. 
En la Quinta Sinfonía hay una carta de amor, un “Adagietto” que se ha popularizado a partir de una película de Lucino Visconti, “Muerte en Venecia”, obra de Thomas Mann. 
El secreto de ese cuarto movimiento de cuerdas está en la historia del amor de su vida, Alma Schindler, una compositora 20 años más joven que él. En tiempos donde los jóvenes inventan las más sofisticadas formas de proponer un compromiso de matrimonio, cuando se suben a globos, aparecen en anuncios de cine o en lugares lejanos como París, tal vez nadie haya repetido la oferta de amor, al entregar a Alma Schindler la composición del “Adagietto”, donde ella comprende de inmediato que es una declaración de amor, una solicitud de matrimonio. Detrás de las sinfonías de Mahler está su biografía y la Quinta es una declaración de amor, envuelta en cuatro movimientos que van desde una marcha fúnebre, hasta el festivo e intenso último movimiento. 
Mahler no es fácil, es un café vienés exprés doble o triple, es la exuberancia y la sensación de que el mundo nace, vive, muere, ama y vuelve a nacer. Toma tiempo comprenderlo, como les sucedió a sus primeros intérpretes. Pero luego que se asimila y se mete en las venas, que circula desde su poder vital, trasciende a la propia existencia de quien lo escucha una y otra vez. Se comprenden ya pasajes de la propia existencia, en las más grandes alegrías y las decepciones inevitables. 
Bravo por la Orquesta Sinfónica de la Universidad de Guanajuato, que se eleva de su tradicional repertorio clásico para atreverse al mundo de la “malaria mahleriana”, como dice Sir Simon Rattle, director que juzga su vida musical en dos etapas, la de su infancia musical, antes de los 12 años, cuando primero escuchó su música, y lo que siguió hasta hoy, cuando está a punto de ceder la batuta de la mejor orquesta del mundo. 
Roberto Beltrán Zavala, director de la OSUG, marca también un antes y un después. La orquesta ya había interpretado la Cuarta Sinfonía, pero ahora el reto crece, porque la Quinta es más rica y compleja. Las montañas de la Segunda y la Tercera están ahí, en espera de algún día ser conquistadas por nuestra máxima agrupación musical. La Octava es el Everest, porque a Mahler se le ocurrió interpretarla con mil cantantes, la llamada Sinfonía de los Mil. Otra genialidad impensable hoy en día. 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *