Cerremos los ojos un instante. Es el 14 de septiembre de 1847. A las siete de la mañana, bajo un cielo inusitadamente azul, entre el ruido marcial de cornetas y tambores, un capitán del regimiento de Fusileros, su apellido es Roberts, iza la bandera norteamericana en lo alto del Palacio Nacional.
En el Zócalo y desde los portales, cientos de compatriotas moralmente deshechos contemplan la escena. La imagen de la bandera de las barras y las estrellas ondeando en lo alto de la sede del poder los acompañará hasta la tumba. Es el acontecimiento más grave en la historia del país y en la vida de la ciudad. Así de simple. Es la primera invasión desde que Hernán Cortés fundó la ciudad moderna.
En la capital todo es confusión. Los invasores marchan por las avenidas principales y ocupan colegios, hospitales, el patio de los conventos. Winfield Scott elige para sí una casa en el número 7 de la calle del Espíritu Santo (hoy Isabel la Católica). Las tropas deambulan por todas partes entonando una tonadilla de “vulgaridad sobresaliente”: green grow the bushes. (A partir de entonces, los habitantes de la ciudad comenzarán a llamar a los invasores los green grows: los gringos).
Desde las seis de la mañana de aquel funesto 14 de septiembre, un bando proclamado por el ayuntamiento anuncia que la ciudad será ocupada “pacíficamente”. Cuando las tropas invasoras se aproximan desde el rumbo de San Cosme, la gente se arrima a las esquinas y se asoma a las azoteas para mirarlas. Un anónimo corresponsal le describirá la escena a Guillermo Prieto:
Formaban una mascarada tumultuosa, indecente sobre toda ponderación. Calzaban botas enormes sobre pantalones despedazados, [llevaban] sombreros incontenibles, indescifrables de arrugas, depresiones, alas caídas, grasa y agujeros… Estos demonios de cabellos encendidos, no rubios, sino casi rojos, caras abotagadas, narices como ascuas, marchaban como manada, corriendo, atropellándose y llevando sus fusiles como les daba la gana.
El general José María Tornel había dispuesto que la gente desempedrara las calles y amontonara las piedras en las azoteas para que, llegado el caso, pudiera emplearlas como armas. Al ingreso de las tropas, mientras la sensación de agravio se iba propalando a la velocidad de una epidemia de cólera, la gente recordó los consejos de Tornel. Una tempestad de piedras cayó sobre los invasores. Prosigue el corresponsal de Prieto:
Cundió rápido el fuego de la rebelión y en momentos invadió, quemó y arrolló cuanto se encontraba a su paso, desbordándose el motín en todo su tempestuoso acompañamiento de destrucción […] Llovían piedras y ladrillazos desde la azoteas, los léperos animaban a los que se les acercaban, en las bocacalles provocaban y atraían a los soldados: aquellos negros, aquellos ebrios gritaban y se lanzaban como fieras sobre mujeres y niños matándolos, arrastrándolos […] Se calcula en quince mil hombres los que sin armas, desordenados y frenéticos, se lanzaron contra los invasores […] Por todas partes heridos y muertos, dondequiera riñas sangrientas, castigos espantosos…
Los “gringos” avanzaban por San Cosme derribando a hachazos las puertas de las casas desde donde se les atacaba, fusilaban sin trámite alguno a los agresores. La población combatió por sus propios medios todo el 14 y todo el 15. Un relato de Juan de Dios Arias y Enrique Olavarría y Ferrari dice que “el convencimiento de que este desahogo de la indignación no podía pasar de ser un desahogo, hizo cesar las hostilidades del pueblo”. Para entonces, varios cientos de invasores habían perdido la vida.
Un segundo corresponsal, también anónimo, relata a Prieto que los oficiales del ejército yanqui llevaban en la mano, “a guisa de bastones, unos espadines muy delgados” y que con ellos “ensartaban al primero que les chocaba, con una sangre fría que espanta”. Según ese corresponsal, los invasores “vagaban como manadas, hacían fuego donde primero querían. Eran como un aduar de salvajes, comiendo y haciendo sus necesidades en las calles, convirtiéndolas en caballerizas, y haciendo fogatas contra las paredes, lo mismo del interior del Palacio que de los templos”.
Continuará…
