El pianismo de primera línea se instaló en el Auditorio Mateo Herrera, que dentro de su ciclo de música de cámara se engalanó con la presencia de Jorge Federico Osorio.
El virtuoso mexicano volvió así al recinto y la ciudad tras más de cuatro años de ausencia, para ofrecer una velada donde se enlazaron las voces de los nacionalistas mexicanos y españoles, con las de maestros románticos como Brahms y Tchaikowsky.
Osorio, cuya estatura en lo que hace, de ser compartida por los jugadores de futbol nacionales ya habría hecho a México campeón del mundo, abrió la noche con tres pequeñas sonatas del padre Antonio Soler (1729-1783), figura legendaria de la música para clave en la España del siglo XVIII.
Enseguida, Jorge Federico Osorio planteó un juego de espejos muy peculiar, al aludir a la música del genio barroco Georg Frederich Handel, pero a través de dos de sus fans: el mexicano Manuel M. Ponce y el alemán Johannes Brahms.
Del primero presentó “Preludio y fuga sobre un tema de Handel” y del segundo las “Variaciones y fuga sobre un tema de Handel”, en las cuales su elocuencia al teclado, su fineza en el tiempo y la intensidad se convirtieron más que en ejecuciones, en homenajes a la música de estos maestros.
Para el siguiente trecho, el maestro capitalino se volvió un pintor y las teclas de su Petroff una paleta colorida y noble que se dejó moldear con generosidad y tino para piezas verdaderamente evocativas que también compartían código genético: eran barcarolas (por intentar sus autores emular la cadencia de las viejas canciones de gondoleros).
Sólo la última, del mexicano Ricardo Castro, se llamaba así. Las otras eran “Junio”, de Tchaikowsky y “Mallorca”, de Isaac Albéniz. El remate pictórico pianístico vendría con una auténtica obra maestra: “Los cuadros de una exposición”; de Modest Mussorgsky.
Aclamado de pie, Jorge Federico Osorio, con su aire reservado y casi tímido, concedió un encore como regalo: un “Intermezzo”, de Brahms.
